Las moscas
- Dani Mora
- 19 ago 2020
- 6 Min. de lectura
No recuerdo cuándo vi la primera mosca. No sé si fue antes o después de quedarme solo en casa. Tendré que preguntarle a mi compañero si él recuerda ver alguna antes de irse. Aunque seguro que con todo el jaleo de las maletas ni siquiera se fijó. Lo que sé es que, pocos días después de irse, empecé a fijarme en ellas. Al principio solo una mosca por aquí y alguna otra por allá, pero pronto habían invadido mi fregadero y empezaban a colonizar el resto de la cocina. Para una vez que tengo la casa para mí solo.
No se trataba de las típicas moscas que, a falta de un término más científico, podríamos llamar moscas de la mierda. Esas que puedes encontrar con toda su prole compartiendo una boñiga en tu entorno rural más cercano. En su estancia en nuestras casas estas moscas suelen aparecer solas o, a lo sumo, en parejas, si bien pueden llegar a ser tan irritantes como una manada de elefantes viviendo en el piso de arriba. No, las moscas que invadieron mi cocina eran lo que llamamos moscas de la fruta o, por usar el término científico, Drosophila melanogaster. Las pequeñas Drosophilas, aunque más numerosas, son menos molestas que sus congéneres de la mierda y son buenas en la convivencia, en tanto que no entraron en mi cuarto sin llamar y en todo momento respetaron mi tiempo de descanso. Respecto a su impacto en la salud humana, la evidencia no es concluyente. Cocinafacil.com avisa de que son portadoras de peligrosas bacterias (el que esté libre de pecado que tire etc.), mientras que elEspañol.com argumenta que, de hecho, su presencia denota alta concentración de oxígeno y orden en los chacras de un hogar.
¿Cuál era, entonces, mi problema con las moscas de la fruta? Al fin y al cabo, lo más probable es que desapareciesen por sí solas al final del verano. El problema era, ni más ni menos, que yo me disponía a disfrutar de tres semanas de un apartamento para mí solo, por primera vez en la vida. En Nueva York, nada menos. Y no acababa yo de recibir, como quien dice, las llaves de mi piso de soltero, y ya lo tenía infestado de moscas. Como si esto no fuera razón suficiente para mosquearse, su presencia trajo a mi cabeza imágenes de mis tempranos estudios de Bioquímica, en los que parte de nuestra formación consistía en dormir a estas confiadas moscas con éter, observarlas al microscopio e introducirlas en recipiente para su eliminación. Creo que aquello tenía algo que ver con la Genética, pero dado que abandoné aquellos estudios hace tiempo, lo que es seguro es que todas esas muertes fueron en vano. Cómo no pensar que ahora, tantos años después, las Droshopilas por fin habían dado conmigo y estaban aquí para vengar aquel genocidio. No. La convivencia no era posible. Era yo o eran ellas.
Empecé por lo básico: informarme sobre las moscas de la fruta; su forma de vida, historia y costumbres (“conoce a tu enemigo”, Sun-Tzu). Guardé todo alimento que estuviera a la vista y limpié todas las superficies a conciencia (“no te olvides de los cajones”, Don Limpio). Lo desconcertante de estas moscas neoyorquinas es que no rondan la basura o vuelan en busca de una banana extraviada, sino que desde el primer día se instalaron en mi fregadero. Cada vez que me acercaba a abrir el grifo, decenas de moscas salían volando en todas direcciones, buscando refugio en las paredes, el quicio de los armarios y el hueco detrás de la nevera. Las más aventureras volaban hasta el cuarto de baño, y nunca más encontraban el camino de vuelta.
Viendo que toda la limpieza que soy capaz de mantener no era suficiente para deshacerme de ellas, empecé a considerar la guerra bacteriológica. Hogarmanía.com me recomendó limpiar bien el desagüe con lejía. Mamaslatinas.com (el segundo resultado que sale) me recomendó utilizar vinagre de manzana mezclado con alcohol y nunca, nunca lejía porque daña gravemente las tuberías. Mediterraneodigital.com apostilló que no es casualidad que las moscas de la fruta estén en mi cocina y no en el chalé de Pablo Iglesias.
El baño químico a la tubería no dio el resultado esperado y las moscas seguían multiplicándose. Sin nada orgánico a la vista, no sé de qué se alimentaban ni por qué seguían en el fregadero. Supongo que, como tantas otras especies estos días, estaban aguantando a ver si llegaban tiempos mejores. Ya lo he dicho: yo no tenía tanta paciencia. Mi siguiente paso fue encargar unas tiras adhesivas recomendadas en controldeplagas.blogspot.com (aquí un enlace de descuento). Nada más recibirlas, las desplegué en toda su longitud —estaban empaquetadas en una especie de bobinas de hilo— y las colgué de distintos puntos del techo en torno al fregadero. Se trataba de unas tiras recubiertas de una especie de mezcla entre miel rancia y pegamento, que sin duda debía ser una trampa irresistible para unas moscas que yo suponía hambrientas e ingenuas. Éstas, sin embargo, debían pertenecer a una raza especialmente frugal o especialmente desconfiada, porque muy pocas quedaron atrapadas. Yo, sin embargo (a pesar de saberme muy por encima en la carrera evolutiva), me vi enredado varias veces al intentar cambiar las trampas de sitio y me costó muchos lavados limpiar mi piel de pegamento. Habían ganado una batalla, me decía, pero ni mucho menos la guerra. Había llegado la hora de mandar a paseo la Convención de Ginebra.
Convencido de la superioridad del conocimiento acumulado de la raza humana, volví a indagar en internet sobre métodos expeditivos de exterminio. Expertoanimal.com me recomendó llenar un bol con bicarbonato y detergente, y el Wall Street Journal señalaba que lo mejor es una botella agujereada con un poco de agua, azúcar y vinagre. En un hilo sobre el tema, un usuario en Forocoches.com recomendaba usar una aspiradora de una forma muy creativa y algo sádica, utilizando una pieza de fruta como cebo. Otros usuarios le sugerían a su vez otras formas de usar la aspiradora, no menos creativas y desde luego no menos sádicas, pero que no parecían tener nadaqnada ver con las moscas de la fruta. Me decidí por los métodos líquidos y rodeé el fregadero de varios recipientes conteniendo mezclas de vinagre, azúcar y detergente en distintas proporciones. Esa noche me fui a dormir soñando con un mañana libre de moscas.
Pasaron los días, y no solo no desaparecían sino que cada vez había más. Algunas caían en las trampas, pero parecía más resultado de accidentes de aviación que un éxito del mecanismo en sí. Probé a cambiar el líquido y a cambiar los recipientes de lugar, pero los resultados no mejoraron. Agotado y derrotado, empecé a ver a las moscas como un destino inevitable, como otra más de esas cosas que el 2020 nos ha impuesto sin pedirnos opinión al respecto. Tuve que aprender a convivir con ellas. Empecé a interpretar su escapada frenética del fregadero como su manera de darme los buenos días. Escuchaban pacientemente mis discusiones con la radio y mis quejas en horas de teletrabajo. Hasta me hacían compañía mientras cocinaba, aunque nunca pude evitar la sensación de que algunas se colaban en mi dieta (tampoco ayudaba mi devoción por el tomillo molido). En cierta manera formábamos un buen equipo. Gracias a ellas fregaba la vajilla al instante y no dejaba nunca comida a la vista. Esta cocina nunca había estado tan limpia, aunque no me atreví a invitar a nadie a casa por temor a que no lo creyeran.
Uno de esos días, cuando creí que ya me había acostumbrado, empecé a fijarme en que algunas moscas más habían caído en la trampa de la botella. Lo atribuí a un mero evento probabilístico y no le di más importancia. Sin embargo, los días pasaron y más y más moscas aparecían flotando en el vinagre. Era como si estuvieran intentando rescatar de la trampa a sus compañeras, solo para caer también en el intento. Este pensamiento agrió, de manera un tanto desconcertante, mi sensación de victoria. ¿Había llegado hasta aquí para ablandarme ahora? Debí haberlo pensado antes.
Al cabo de unos días, me acerqué a recoger por fin la botella. Las moscas habían desaparecido casi por completo de mi cocina. Agosto agonizaba y septiembre asomaba. Mientras el retrete se tragaba los cadáveres de cien moscas, yo pensaba en mi verano. Sonó el teléfono. Mi roomate preguntaba si podía ayudarle a subir las maletas.

Sirva esta foto para dar fe a mi madre de la limpieza
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