Estambul a destiempo
- Dani Mora
- 31 oct 2021
- 10 Min. de lectura
Este verano pasé unos días en Estambul. Es una ciudad preciosa, claro, y ya está muy dicho. Una temporada allí basta para plantearse seriamente cubrir tu casa de azulejos con tulipanes o preguntarse por qué en Europa no comemos todos los días con yogurt. Pero lo que no te advierte nadie antes de ir es lo del tiempo. No el tiempo atmosférico, que es espléndido —no digamos si uno vive en Bruselas—, sino del tiempo calendárico, y de la particular relación que con él mantienen los habitantes de Estambul. Podría resumirse en que el estambulita no sabe en qué día vive. Pero, en realidad, no se trata de días: en Estambul, la confusión es de años en los casos más leves, de siglos en la mayoría. Los periodos históricos se superponen en su mente como bajo el suelo que pisan, sin clara separación. Este cacao no es comparable a la del estudiante recién salido del examen de Selectividad. No. El estambulita vive en ese periodo histórico, cualquiera que sea, con el aplomo y lucidez con que el que nosotros habitamos el nuestro. Bastó un día allí para darme cuenta de que, si no se va con cuidado, puede uno acabar abrumado por este disparate cronológico.
Ese día iba yo cruzando el puente de Gálata, caminando entre pescadores y puestos de comida, la vista alzada intentando adivinar cúpulas y minaretes al otro lado. Oí caer algo delante de mí. Se trataba de un cepillo. Su dueño, un limpiabotas, se alejaba a paso ligero. Se alegró tanto de recuperarlo que insistió en limpiarme los zapatos como recompensa. Para mí era la primera vez y me hubiera gustado que no se tratase de unas deportivas baratas que acababa de comprar en Decathlon. Mientras trabajaba, Alí —que así se llamaba— me habló de su vida, lo que naturalmente como turista me hizo sentir muy bien. Me contó que había emigrado con su mujer del interior del país y que tenía una hija muy enferma. Ahí empecé a sentirme peor y a pensar en cuánto debía pagarle.
Entonces Alí comentó que era una pena que yo hubiera llegado a Estambul hoy y no ayer, porque ayer se celebró la Independencia. Le pregunté que si había habido un desfile y él dijo que claro, que hasta el presidente había venido de Ankara a anunciar la Independencia. Pregunté que si había visto a Erdogan, pero él contestó que el único Erdogan que conocía era el zapatero remendón de la calle Turnacibasi y que el Presidente era Mustafá Kemal Pasha, claro. El que llamaban el padre de los turcos. No le extrañaba que yo no supiera nada, dijo, porque seguro que los periódicos allá en Europa no hablaban de Ataturk porque no les interesa airear su humillación. Especialmente los griegos, a los que se refirió con una serie de malsonantes vocablos locales. Pero, en fin, la guerra ha terminado y eso es lo importante, dijo. La guerra es nefasta para los pies y, por extensión, para los limpiabotas. Cómo puede ser, le dije, si Turquía lleva mucho siendo independiente y la guerra de la que hablaba acabó hace cien años. Cómo me atrevía, dijo él. Su hermano Fariq murió combatiendo en Dumlupinar y la familia ni siquiera habían podido recuperar el cadáver. No pude hacer otra cosa que callarme y añadir otras veinte liras a la propina.
Lo habría achacado a una tomadura de pelo o a la inhalación continuada de betún, si no fuera por lo que sucedió poco después. Me encontraba visitando la mezquita de Solimán, el orgullo de la arquitectura otomana. Era viernes a mediodía y la mezquita, que domina desde una colina todo el Cuerno de Oro, estaba a rebosar, incluido buena parte del patio. Parecía que el rezo estaba a punto de empezar. Personal del templo extendía alfombras aquí y allá y los fieles se arrodillaban, apoyándose sobre los talones. La mayoría permanecían así, pero algunos se sentaban y conversaban en voz baja. Sobre un muro bajo del patio había un joven de mi edad mirando en dirección contraria a todos los demás, hacia mí. Aliviado, me di cuenta de que en realidad no miraba hacia mí, sino a través de mí, hacia el infinito. Parecía abstraído del entorno y entretenido en pensamientos que poco tenían que ver con la religión. O, simplemente, se aburría. Pensé en mis domingos por la mañana en misa de pequeño y en la faena que sería que mi familia y amigos estuvieran convencidos de que ir a la iglesia todas las semanas es algo imprescindible.
Como no podía visitar el edificio principal, visité el mausoleo de Solimán, un edificio anexo diseñado al detalle por el gran arquitecto Sinan. Dentro, el sultán descansa en una tumba enorme pero austera, rodeado de una veintena de sus hijos y concubinas. Aquí estaba Solimán, el Magnífico, el mismísimo Turco de nuestros cuentos de viejas, conquistador de Rodas y Belgrado, señor del Mediterráneo y el más longevo de todos los reyes otomanos y yo no era capaz de hacerle una miserable foto con el modo panorámico. Todas salían movidas. Unos alemanes ávidos habían ocupado mi lugar en el pequeño pasillo, así que ya no era cuestión de seguir intentando.
Al salir me encontré con aquel joven vestido de negro. Debía haberme visto mirarle antes, porque me saludó con un salam. Le saludé de vuelta y le pregunté si ya había terminado el rezo, aunque parecía que no porque la voz del imán aún se escuchaba por los altavoces. Me dijo que no, pero que ya no aguantaba más. Pregunté si no le entusiasmaban esos rezos y me contestó que no, que eran demasiado anticuados para él. Le pregunté entonces qué era lo que le gustaba, que si había oído hablar del C Tangana. No había oído hablar de ese místico en particular, me dijo, pero que él era un sufí. Que esta ceremonia no era más que liturgia y formalismo innecesario, pero que, al fin y al cabo, qué se podía esperar de los imanes de Süleymaniye, puro establishment. Que él venía los viernes por su madre, pero que prefería buscar a Dios a través de la introspección, del dhikir y la hadra. Pregunté que si eso era lo de los tipos que bailan girando como peonzas, que me encantaría ver uno de esos. Algo ofendido, me dijo que solo los iniciados podían asistir a las ceremonias y qué cómo sabía yo, un extranjero, sobre la danza ritual. Tratando de cambiar de tema, le dije que qué bonita la tumba de Solimán el Magnífico. Que hay que ver cómo se lo montaban esos sultanes, hasta para morirse. No mejoró las cosas. Me dijo que si sabía cuánta gente se podría dar de comer en Estambul con lo que había costado ese mausoleo. Que no sabía de dónde había sacado yo eso del Magnífico, pero que Solimán había sido un sultán nefasto. Había ordenado perseguir a cofradías como la suya y había gastado todo el tesoro nacional en palacios opulentos y guerras estúpidas. ¿Qué nos habían hecho los húngaros a nosotros, si puede saberse? Solimán montó esa guerra solo para escapar de acusaciones de corrupción y, sobre todo, de su familia y amigos. Le estuvo bien empleado morirse de camino a Viena. No, no se había alegrado de su muerte. Al fin y al cabo, era el único sultán que había conocido en toda su vida. Claro, había acompañado a la comitiva fúnebre con su madre, que lloraba junto a los otros miles de personas. Se acordaba como si fuera ayer, decía, aunque había sido hace un par de meses.
Aturdido, yo iba a decirle que es un hecho probado que Solimán murió hace más de cuatro siglos pero, ¿quién iba a saberlo mejor, yo o él, que había estado en el entierro? Él seguía hablando. No creas que el tenemos ahora es mucho mejor, me dijo. Acaba de llegar al trono y ya está preparando otra guerra. En los muelles hacen barcos día y noche, dijo. Cuando esté acabada, dicen que será la mayor flota jamás vista, lista para vapulear a los cristianos y hacerse con todo el Mediterráneo. Pero a ver, decía él, ¿qué hay en el Mediterráneo aparte de más esclavos y casas de veraneo para la nobleza, para los de siempre? ¿Qué hay en el Mediterráneo para nosotros? Durante un momento consideré llevarle la contraria. O al menos poner sobre aviso a toda esa flota que se encaminaba a su perdición frente a las costas griegas, si mis fechas no estaban equivocadas. Pero por una vez me pudo el deber patriótico y abandoné a todos esos pobres marineros a su destino.
Durante un rato barajé la posibilidad de que se tratase de una elaborada broma nacional para con los turistas. O tal vez una performance muy original del ministerio de turismo. Eso fue hasta que, en uno de los callejones que conectan los bazares, entré en la tienda de antigüedades. Aunque el local estaba vacío, me sentí observado por mil ojos, unos esculpidos en barro, otros muchos pintados en lienzos. El pequeño local estaba saturado de iconos ortodoxos, estatuas, máscaras, piezas de vajilla, libros. Verdaderamente sería imposible tratar de hacer un inventario. Aunque ciertamente había cosas estrafalarias, no había ninguna rareza moderna, de esas que se ven a veces en tiendas similares en Europa. La colección parecía hecha tomándose el término antigüedad al pie de la lera. Al final del local había una cara morena cubierta por una barba espesa, y solo me di cuenta de que era de carne y hueso cuando dijo: “Bona tarda”.
Bona tarda, contesté instintivamente. “Ah, parles català?”, me dijo. ¿Cómo?, dije yo, en español. Perdona, pensé que tal vez hablabas catalán, dijo él en inglés. No, yo hablo español, dije yo en inglés. “¿Español? ¿Eso qué es? Tu vols dir castellà?”, dijo él en inglés. Eso es, castellano, contesté. Pero entonces tú hablas catalán, ¿pero no hablas español?, pregunté, pensando en si aquel anticuario acabaría de llegar de alguna pedanía de Ripoll. No, yo no hablo catalán, dijo, solo un poco. Mi padre era el que lo hablaba. Vino de Tarragona y fue él quien abrió esta tienda. Conoció a mi madre, que era griega, yo ya nací aquí, en Constantinopla.
Achaqué este topónimo desfasado a la mezcla de irredentismos que le corría por la sangre. Qué interesante, dije. Y dígame, ¿vino su padre tal vez huyendo de Franco? La mención de Franco le hizo mudar el gesto y levantarse dando un sonoro puñetazo en la mesa. “¡Francos! ¡No se te ocurra mentarme a los francos!”, gritó. “Los muy hijos de puta saquearon mi tienda la semana pasada. Se llevaron todo lo que pude esconder”. Y no solo a él, continuó. Todas las tiendas del barrio, todas las iglesias. Los francos cargaban alforjas llenas de iconos, de vajillas enteras de oro. Los había visto arrancar hasta fuentes públicas por sus incrustaciones de metal. Además, claro, de toda esa gente a la que habían violado y asesinado.
Como yo ya estaba sobre aviso, imaginé que se refería al saqueo de Constantinopla por los cruzados, que yo en principio situaba hace ochocientos años pero que bien podría haber sido hacía una semana. Señalé que la ciudad lucía bastante bien para haber sido arrasada a conciencia hace solo unos días. Entonces tenía que haberla visto antes del saqueo, me dijo. Aun así, era normal que yo la encontrara magnífica, viniendo de los países bárbaros de donde venía. A su padre no le gustaban mucho los castellanos, dijo, y menos aún los aragoneses. Aunque, claro, todo eso no era nada comparado con la inquina que les tenía a los catalanes. Solo aquí se sentía en casa. Su padre se esforzaba por hablar el griego y evitaba en lo posible a la comunidad catalana. Tanto, que si alguno le hablaba por la calle él contestaba en italiano para que lo tomarán por genovés. Sin embargo, su padre había muerto hace mucho tiempo y a él le gustaría visitar Cataluña, la tierra de sus antepasados. Dije que si alguna vez iba a España que me lo hiciera saber, y naturalmente preguntó qué era eso de España. Le dije que yo mismo no lo sabía muy bien y que, si alguna vez iba por allí, mejor tampoco lo preguntase. Pregunté que cuántos días tomaba ir en barco hasta allá, y me dijo que no dijera tonterías, hombre, que iría en avión, como todo el mundo. Pronto, otros clientes reclamaron su atención y se despidió de mí, no sin antes venderme un auténtico peine de bigote otomano a precio de amigo.
En ese punto ya muy confundido, traté de buscar algo de iluminación donde los estambulitas la han buscado durante siglos. La cúpula de piedra de Santa Sofía sigue siendo la más grande de la ciudad, y los cuatro minaretes en sus esquinas apenas alcanzan a enmarcar el enorme edificio bizantino de piedra rojiza. Dentro, una imagen mural de Constantino y Justiniano te da la bienvenida. Después se abre la sala central, con el suelo cubierto de una gruesa moqueta verde ahora que el templo es de nuevo una mezquita. Tal era mi impaciencia que entré en la sala sin quitarme los zapatos, lo que me valió una reprimenda de uno de los guardianes del decoro. De nada sirvió decirle que, de hecho, las zapatillas estaban recién limpias. Ya descalzó, crucé por fin ese umbral. Las piernas me temblaban con esa sensación que se tiene en lugares donde no se ha estado nunca pero han visitado muchas veces en la imaginación.
Este momento de revelación enseguida se vio interrumpido cuando reparé en el estruendo. En el templo había centenares de personas. Unas, con pinta de turistas como yo, tomaban fotos. Otras, otras muchas, hablaban. Muchos hablaban solos y no precisamente en voz baja, como uno esperaría en un lugar así. Me acerqué y vi que, en realidad, rezaban. O me parecía que rezaban, porque lo hacían en una multitud de lenguas diferentes. Unos soltaban letanías en árabe mientras se arrodillaban y levantaban, arrodillaban y levantaban. Otros hacían ostentosamente la señal de la cruz mientras lanzaban súplicas en griego, confesiones en italiano y hasta alguna maldición en nórdico arcaico. En uno de los pasillos laterales del templo, un grupo de personas departía alegremente en torno a unas mesas. Me acerqué y vi que un hombre vendía pequeños bustos de Constantino el Grande en una mesita. En el suelo, un hombre tumbado pedía limosna con un cartel que decía: “yo luché por vosotros en Manzikert”. Más allá, otro repartía octavillas con el texto: “NO AL CÓDIGO DE JUSTINIANO. Por un derecho romano consuetudinario”.
Algo aturdido, salí de la mezquita. Fuera se ponía ya el sol sobre Estambul. Los imanes llamaban al último rezo de la tarde y los vendedores apuraban los últimos clientes. Yo había echado andar de vuelta a casa cuando algo cayó al suelo. Era un cepillo, y su dueño un limpiabotas que se alejaba a paso ligero. Él también, satisfecho de recuperarlo, se ofreció a recompensarme limpiando mis zapatillas. Intenté negarme, pero pronto mi reluciente zapatilla deportiva estaba llena de jabón otra vez. Verdaderamente, pensaba yo, el tiempo en Estambul no corre igual que en otras partes. Y, verdaderamente, vaya suerte la mía. Me perdí la Declaración de Independencia de Turquía por apenas unas horas. Los funerales de Solimán, la conquista cruzada, todo por apenas unos días. Si tan solo hubiera llegado unos días antes, podía haber visto coronar a Justiniano, cabalgar a Belisario u otear al mismo Constantino poner la primera piedra de esta capital eterna. Y, sin embargo, en el mismo día voy y me encuentro a los dos limpiabotas más torpes de todo Estambul. En todo esto pensaba yo, mientras él me contaba sobre su mujer y su hija enferma.

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