El Abuelillo
- Dani Mora
- 21 feb 2021
- 12 Min. de lectura
Nueva York ya fue. Estuvo bien. Con todos esos rascacielos, puentes colgantes y escaleras de incendios. Con sus creatives, sus traders, sus homies, sus landlords y sus expats. Los neoyorquinos de toda la vida, y todos los demás. Alguna vez pensé en quedarme allí para siempre, viviendo el sueño americano. Pero en el fondo sabía que era solo eso, un sueño, y que debía dejar de huir de mi destino. Debía regresar a Ciudad Real y enfrentarme a mi verdadera misión en la vida. Me refiero, evidentemente, a hacerme con la receta de las albóndigas de El Abuelillo.
Reconozco que esto puede sonar desconcertante. Al fin y al cabo, lo más probable es que el lector pertenezca al grupo mayoritario de población —unos 8.000 millones de personas— que nunca ha pisado El Abuelillo y probado sus albóndigas. Aquellos que lo hemos hecho constituimos una minoría más selecta que la de los supermillonarios, y bastante mejor alimentada. Este grupo incluye a buena parte de los habitantes de un radio aproximado de 900 metros en torno al número 2 de la calle Julio Melgar, y el ocasional taxista con suerte.
El Abuelillo es un bar de barrio de una ciudad de provincias. El ambiente es muy parecido al de un bar de la capital; la única diferencia es la tranquilidad de saber que la tele nunca hablará de ti. Sospecho que la gente en Madrid anda siempre alerta por si tiene que salir corriendo a la Puerta del Sol. Aquí, sabemos que, gane el Madrid la Champions o se proclame la República, no llegamos a tiempo. Eso proporciona una paz mental que se refleja en la calma imperante en el barrio, y que dentro del local llega hasta la casi detención del tiempo.
En concreto, El Abuelillo ocupa un pequeño local de esquina. En la entrada, el visitante se cruza con un par de fumadores conversando en la banqueta junto a la puerta. Ya dentro, encontrará la máquina de tabaco y la tragaperras a su derecha. Frente a ellas, franqueando el pasillo de entrada, se alinean las únicas tres mesas con que cuenta el local. Se dice que hay un salón comedor por ahí, pero nunca lo he visto y se comenta que lo reservan para la boda real. A continuación, se encuentra la alargada estancia principal (lo en términos catedralicios sería la nave), ocupada por la barra. Encima de esta, un par de grifos de cerveza y un mostrador que guarda uno de los elementos más rescatables de la civilización Occidental: las tapas.
Por supuesto, muchos bares de provincia tienen buenas tapas. Pero se trata de tapas normales, mundanas, como las puede entender cualquier ser humano y algunos vascos con mucho mundo. El Abuelillo mismo ofrece muchas de estas tapas, que por sí solas justifican la visita. Pero solo las albóndigas en salsa justifican una inmolación, la dedicación de una vida humana.
Contaba Borges que en el sótano de cierto conocido suyo había un Aleph, un pequeño punto que contenía en sí a todos los otros puntos del universo. Nada de raro hay en eso, pues también al mirar una albóndiga de El Abuelillo se intuyen todos los rincones del universo. Al comerla, se llega a la conclusión de que se está en el mejor. Si Borges pasó por La Mancha o no, es algo que sé, pero puedo decir que la receta de estas albóndigas es un secreto mejor guardado que los de todas sus bibliotecas infinitas.
Dicho esto, cualquier otra explicación debería ser innecesaria. Pero si el lector pertenece, efectivamente, a la inmensa mayoría de los no afortunados, es comprensible que se pregunte —no se aprende en paladar ajeno— a qué viene mi obsesión. ¿No se trata simplemente de ir allá y tenerlas a mi disposición? Puedo ser sincero con el lector. La razón, la verdadera razón por la que necesito esa receta, esa receta y no otra, es que mientras esas albóndigas existan, mientras sean posibles, y yo dependa de El Abuelillo para obtenerlas, no podré abandonar nunca del todo esta ciudad. Por bien que me encuentre en Nueva York, París o Katmandú, nunca podré disfrutar plenamente y nunca podré asentarme. Porque sabré, a ciencia cierta, que cada instante que pase allí no será exactamente el mejor instante posible. Necesito esa receta para retomar el control de mi vida. Para ser libre.
Hubo un tiempo en que di la empresa casi por perdida. Lo había intentado todo para convencer a Isidro, guardián de las esencias, de que intercediera por mí ante los celosos cocineros: adulación, berrinche, soborno. Todo sin ni siquiera una mínima esperanza de éxito. Pero ahora, recién llegado de la Gran Manzana y la Tierra de las Oportunidades, estaba convencido de conseguirlo por fin. Así que, junto a dos amigos ignorantes de mis intenciones, me dirigí a El Abuelillo, dispuesto a utilizar mis mejores artes y mi reputación de hombre de mundo. Fue un domingo por la tarde, no demasiado cerca de la comida, no demasiado cerca de la cena, a tiempo por los pelos para el café. La hora justa para la primera caña.
Al cruzar el umbral, me asaltaron las sensaciones. Acostumbrado a los oscuros y ruidosos bares neoyorquinos, me deslumbró la luz blanca reflejada en los dorados del mostrador. No sonaba Taylor Swift; solo se oían voces, que ahora me parecían, ay de mí, un poco demasiado fuertes. Reconocí el olor a aceite añejo que impregna las paredes, atrapado entre varias capas de pintura. Por encima de todo, sentí un golpe de tranquilidad, una especie de alivio, como cuando al volver a casa compruebas que todo sigue en su sitio. Allí estaba el calendario de figuras taurinas de 2002. Allí la portada del Marca de la Séptima del Real Madrid. Allá el cartel promocional de la Semana Santa y aquí nuestro número de la lotería de Navidad. Y, camuflada entre toda la parafernalia, la pequeña placa con la frase que, en este bar, más que un simple aforismo es una filosofía de vida: Hace un día precioso. Verás como viene alguno y lo jode.
—¡Hola, jóvenes!— llegó el saludo de Isidro desde el otro lado de la barra. Ninguna inflexión en su voz denotaba que había pasado un año desde la última vez. Por si había dudas, fue directo al grano: “¿Qué tomáis?”. Equivalente tabernario de aquel “Decíamos ayer…”. Mi amigo intercedió por mí:
—¡Que acaba de llegar de Nueva York!
—¡Claro, coño!— contestó Isidro haciéndose el ofendido mientras llenaba tres vasos de cerveza. Al ponérnolos delante, me espetó:
—¿Cómo es América?
De vuelta en España desde hace ya días, yo había ya automatizado la respuesta a las preguntas predecibles sobre mi experiencia y sobre si estaba o no contento de volver. Nunca se me habría ocurrido recibir esta pregunta. Con retrospectiva, pude haber empezado una digresión sobre las complejidades inherentes a un país-continente de 300 millones de personas. Pero, puesta como estaba toda mi atención en esas bolas de carne tras el mostrador, solo alcancé a resoplar y decir:
—Muy loca.
Como el silencio me dio a entender que todos esperaban más, precisé:
—Es que son mucha gente, tienen un montón de problemas y no paran de pasar cosas. Bueno, ya habréis visto en las noticias. Pero bueno, yo me lo he pasado muy bien, y…
—Claro— me interrumpió Isidro—. Mira lo que ha pasado con las elecciones, con todo el tema del fraude electoral. Bueno, el supuesto fraude electoral, que dicen. ¿Pues no que no querían aceptar los votos de Pennsylvania, Michigan y Illinois? De Illinois no, perdón, de Wisconsin. Wisconsin. Y claro, ahora ¡la Corte Suprema en manos republicanas! ¡Ojito!
Decía esto, a distancia de un par de metros, mientras servía un botellín helado en el otro extremo de la barra. Yo apenas le escuchaba, desesperado como estaba porque se dejase de chácharas, reparase en que nuestras cervezas estaban huérfanas y nos hiciese la pregunta que, en mis sueños, ocupa el lugar que otros reservan a ¿quieres casarte conmigo?
—¿Qué os pongo de tapa?
Por fin. No queriendo desvelar mi emoción, dejé contestar a mi amigo, seguro de su respuesta.
—Ponnos unas pelotillas.
Así las llamábamos. Para mi gusto, no demasiado acorde con su naturaleza trascendental, pero qué más daba. En seguida tuvimos ante nosotros un plato de doradas albóndigas, tres para cada uno. Si alguno se demoraba de más en comer las suyas, los otros empezaban a mirarlas algo así como Frodo al Anillo Único. Si alguien renunciaba a parte de su ración, rápidamente nos preocupábamos por su salud. Tratar de describir los divinos bocados que siguieron con palabras sería un intento vano y, de hecho, casi imposible, porque durante esos momentos cesó por completo mi flujo normal de conciencia. Cuando terminé el acto, en camino iba ya la segunda caña, acompañada, por imposición de las convenciones sociales, de una de esas otras tapas mundanas. Reflexioné: ¿cómo había pretendido yo alguna vez explicar a un americano el concepto de tapa gratis con la bebida, acostumbrados como están a soltar propinas a cambio del mero privilegio de respirar? ¿Cómo hacerlo, cuando es imposible explicarlo en tantos rincones de nuestra propia patria? ¿Sería esto culpa del Estado de las Autonomías? Me di cuenta de que divagaba, y recordé para qué estaba allí. Me centré en mi misión.
—Isidro,— dije— qué buenas están estas albóndigas, joder. Ya casi ni me acordaba— mentira vil, pero necesaria.
—Están buenas, ¿eh?— dijo mientras pasaba el trapo por un mostrador ya reluciente—Estas en América no las hay.
—No las hay, no. Precisamente estaba yo contándole a un amigo de allá sobre el bar, las tapas, los torreznos, las albóndigas… Le contaba la receta, pero no me acordaba exactamente de los ingredientes.
Siempre que salía a colación la receta, Isidro no se daba por enterado y trataba de cambiar de tema. Esta vez lo tuvo fácil, porque Balbino acababa de entrar por la puerta.
—Hombre, ¡doctor!— exclamó Isidro.
Balbino es, efectivamente, doctorando en Antropología por la UNED, aunque no es necesariamente lo primero que se te viene a la cabeza cuando lo ves entrar con su uniforme de la Guardia Civil. Una rara y valiosa mezcla de método científico y virtudes marciales. Si la República ilustrada de Platón llega algún día a ponerse en práctica, seguramente será gente como Balbino la encargada del orden público. Hablando con él, uno nunca sabe si está siendo sometido a una “observación participante”, pero su presencia siempre anima la charla.
—¿Qué tal, Isidro? Hombre, tenemos aquí al neoyorquino. ¿Qué tal?
Le contesté con las frases escuetas de rigor, tratando de devolver la conversación al asunto de las albóndigas. Pero intervino mi amigo, esta vez en mi contra.
—Vaya tela la que se lió con las manifestaciones aquellas del Black Lives Matter. ¿Te pilló cerca?
Expliqué que sí, que se había dejado notar donde yo vivía, y que tampoco había sido para tanto.
—La verdad es que los pobres morenos están jodidos allí— dijo Isidro.
Sentí que debía informarle sobre la nomenclatura aceptable en este caso, pero no sabía bien cual era ésta, ni quién era yo para informar. Por suerte, Balbino me sacó del apuro.
—Jodidos no, Isidro. Lo que están es abandonados, abandonados por sistema que juega en su contra. Mira la educación, las escuelas segregadas, los barrios segregados. Es un tema de socialización pura y dura. Si hay gente crece en entornos complicados, con armas, con drogas, y aun así cuando salen de eso… o aunque no vengan de eso, vaya, les siguen mirando como si fueran peligrosos.
—También es que tus congéneres de ahí, vaya tela. Son de gatillo fácil, coño. Yo lo que no entiendo es cómo los policías que hacen eso pueden salir tan campantes. Eso al menos en España no pasa.
—Porque tú lo digas no pasa. Así de casos hay, así. Aunque aquí por suerte no hay ese nivel de violencia, claro. Pero también te digo, es muy fácil verlo por la tele y decidir qué tenía que haber hecho el policía o dejado de hacer, pero hay que estar ahí con la tensión. No lo digo necesariamente por estos casos, pero hay que estar ahí. La cuestión es formar bien a los agentes, y que no se cometan abusos.
—Claro, pero ahora, figúrate tú, ¡con la Corte Suprema en manos republicanas!
Claramente, la conversación se me estaba yendo de las manos. A punto, a punto estaba de conseguir redirigir la charla hacia las albóndigas, cuando una nueva interrupción me lo impidió, y me hizo sospechar que Dios mismo estaba ya mosqueado con mi esférica idolatría. Acababa de llegar el cura.
—Qué hay, Don Jacobo— saludó el camarero.
—Poca cosa, hijo. Aquí, a ver si nos tomamos un descansito. Ponme lo de siempre.
A Isidro, al que solo alguna vez, y por accidente, se ha visto en las inmediaciones de una Iglesia, no le hacía ninguna gracia que el párroco, solo un poco mayor que él, le llamase hijo, y así nos lo hacía saber en cuanto el otro no estaba presente. Sin embargo, le convenía consentir al padre, no solo porque sus descansitos eran habituales y provechosos para la caja, sino porque el bar está a pocos metros de la parroquia del barrio, y comparten buena parte del rebaño. Las mañanas de domingo El Abuelillo rebosa de fieles que bajan de misa, aunque es difícil saber cuál de las dos paradas es la que despierta devoción religiosa.
—¿Qué se cuentan, jóvenes?— preguntó Don Jacobo. Para acompañar el vino, Isidro le sirve unas albóndigas, y yo siento que se me acelera el pulso.
—Aquí estamos, hablando sobre los americanos, que este acaba de volver de allá— informó nuestro agente del orden.
—Ah, muy bien, muy bien. ¿Contento?
—Sí, mucho— dije.
—Y ahí, ¿en qué creen? ¿Son de los nuestros?
Vi los ojos de Balbino rodar hacia atrás ante este descarado tribalismo, pero, tal vez considerando la separación de poderes, calló y me dejó a mí el trance de contestar.
—Bueno, hay un poco de todo. Hay católicos, hay musulmanes y muchos judíos. Hay protestantes y mucho evangélico. Pero bueno, en Nueva York también hay mucha gente que no practica mucho.
—¿Hay mucho Opus?
—Opus no, pero jesuitas sí había bastantes — dije, recordando algunos colegios con los que me había cruzado.
Por el gesto que hizo, parecía que hubiera preferido oír que aquello estaba plagado de adoradores de Lucifer. Pidió otro vino para pasar el mal trago y se comió su segunda albóndiga. Yo rezaba porque se comiera la tercera y no me obligara a verla ahí, abandonada. Pero en lugar de eso, siguió hablando.
—Lo que me gusta de los cristianos americanos— empezó diciendo— es que a pesar de toda la competencia que hay, como tú dices, los tíos se curran lo de difundir la Palabra. Le dan “toque actual” (lo pronunció entre comillas), con bailes, con música. Que tampoco es a lo mejor procedente aquí, yo qué sé, pero al menos hacen algo.
Los presentes cruzamos miradas, tratando de adivinar qué le habría dado a este hombre. Llevaba muchos años en el barrio y, por lo que sabíamos, si algún día hubiera decidido dar la misa en latín, poca gente habría notado la diferencia. ¿Bailar? ¿Música?
—Lo que pasa —continuó— es que la Iglesia, a España la hemos dado siempre por sentada. No había competencia, nos creímos que la gente nos iba a seguir por el buen camino por sí sola, y nos sentamos tranquilamente a la bartola, como quien dice. Y claro, pasa lo que pasa, que ahora somos el pito del sereno. Mira en Estados Unidos, todo el rato venga God bless America para arriba y God bless America para abajo. Y el Presidente jura sobre la Biblia, como debe ser.
—¡Y la Corte Suprema en manos republicanas! No te olvides. —avisó Isidro.
—Bueno, cuidado, que Corte Suprema, Corte Suprema, solo hay una—. Ante nuestra confusión, el padre señaló con los ojos hacia arriba y sonrió con paciencia.
Tan pura era la fe cristiana de ese hombre, o tan inmune a cualquier otro estímulo de naturaleza espiritual, que había ignorado la tercera albóndiga y ya estaba dando cuenta de unos boquerones en vinagre. Eso no hizo más que aumentar mi nerviosismo. La tarde avanzaba y yo veía mi oportunidad escaparse. Pedí más cervezas.
—Pon otras albóndigas, haz el favor. Que hace mucho que no las como.
Mientras las comíamos, traté de insistir.
—Qué buenas de verdad. Nos tienes que dar la receta, Isidro.
—Ya sabes que eso es secreto de Estao.
—Pero hombre, Isidro. Mira que si tenéis un percance, y el mundo se queda sin estas albóndigas. Dime tú qué hacemos entonces. Al menos la tendréis apuntada en algún sitio.
—Sí hombre, claro, tú tranquilo. La receta está a buen recaudo.
—Ah sí, ¿dónde?
—En Fort Knox. Te podías haber acercado a hacer una fotocopia.
No había nada que hacer con este hombre. No había querido creerlo, pero seguía tan incorruptible como siempre. Contemplando mi última albóndiga, me di cuenta de que solo me quedaba un desesperado último recurso. En el bolsillo de la chaqueta traía un pequeñísimo tupper. Si me llevaba una albóndiga, pensaba, tal vez podría mandarla a analizar a un laboratorio, desentrañar sus secretos. Solo tenía que aprovechar un descuido de mis compañeros y llevármela. La pinché con el mondadientes y me quedé esperando el momento oportuno. Estalló entonces una alegre disputa entre los jugadores de dados al final de la barra, que atrajo la atención de todos. Con el tupper escondido bajo la barra en la otra mano, alcé la que sujetaba el palillo. En algún momento de la trayectoria, mis ojos se cruzaron directamente con el corazón de la pequeña bola de carne. Como en una ráfaga, pasaron ante mí todo mi pasado y mi futuro. Mi nacimiento, mi primera comunión y mi primer polvo. Vi el Empire State, el East River, el Gran Cañón y la Puerta de Alcalá. Vi calles y montañas desconocidas. Edificios de oficinas, aeropuertos, salas de espera, bodas, mascotas, hernias, hipotecas. Y vi, una y mil veces, El Abuelillo. En ese momento comprendí que esas albóndigas solo eran posibles en ese preciso lugar del universo. Que estaba destinado a volver una y otra vez a buscarlas. Y que, pasase lo que pasase, nunca, ni en broma, me iba a dejar una sin comer.

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