Delirium tremens. Reconstrucción de una noche de verano
- Dani Mora
- 27 ago 2021
- 13 Min. de lectura
Los bares en Bruselas cierran ahora poco después de medianoche, por razones que se pueden imaginar. Naturalmente, así no hay manera de generar un vínculo emocional. Por ello, aunque me de vergüenza reconocerlo, mi bar favorito de Bruselas sigue siendo el Café Delirium. Los belgas, y los residentes en Bruselas en general, tienden a despreciar al Delirium como un lugar para turistas, un sitio que tal vez en un pasado mítico fue “auténtico”, pero hoy es una caricatura. Es cierto que es un lugar donde gente de todo el mundo acude a buscar una verdadera experiencia belga: elegir entre dos mil tipos de cerveza, caminar ebrio hasta la Grand Place y que te roben la cartera. Pero mi sensación es que, tal vez en un intento de crear un sucedáneo globalizado más, los dueños del Delirium, dieron con algo fascinante y único. Como intentar fabricar una colonia para Mercadona y dar con la penicilina, o el LSD. Tal vez sean los grados de la cerveza o la nebulosa atmósfera que llena el local, pero siempre sales de allí con una vaga sensación de haberlo pasado bien, aunque rara vez recuerdes los detalles.
Tengo buenos recuerdos del Delirium de mis anteriores visitas a Bruselas, con dieciocho y veintipocos años. Como digo, “recuerdos” quizás sea ir demasiado lejos. Desde luego, tengo conciencia de haber estado allí en al menos dos ocasiones, aunque se me hace difícil diferenciar entre las dos. Las imágenes se superponen en mi cabeza formando una película borrosa y por momentos incoherente, pero real, muy real, en el sentido de que yo la siento como real y forma parte de mi mitología personal.
Así pues, si la memoria no me falla, al Delirium se encuentra en un callejón en el casco viejo de Bruselas, fácil de reconocer porque no tiene salida y porque está siempre atestado de personas fumando y hablando a voces. El local tiene varias plantas, creo que tres pero no sé en qué orden. Las paredes están decoradas con escudos heráldicos de las más antiguas familias flamencas. También cuelgan retratos de algunos clientes ilustres, como Jacques Brel, Carlos de Inglaterra o Bansky. También muestran algunas recetas de cerveza de las más antiguas conocidas, en sus documentos originales. Hay un par de fotos del rey de Bélgica. En uno sale en uniforme militar y en otro confraternizando con sus súbditos en torno a un gran barril, con la camisa desabrochada. En algún otro lugar — el bar es inmenso y lleno de recovecos — , una pintura recuerda el momento en que Wellington, pocos días después de Waterloo, invitó a todo el local a una ronda, en perfecto neerlandés. En el baño, los espejos son cóncavos, como los de aquel callejón de Madrid. Y, por supuesto, globos con forma de elefante rosa, la mascota del local, revolotean por todas partes.
La semana pasada conseguí, por primera vez desde que me mudé aquí, regresar al Delirium. Fui con unos amigos belgas que sólo accedieron a venir si era irónicamente. Algunas cosas no eran exactamente como las recordaba. No encontré, por ejemplo, el retrato de Wellington, pero sí uno de Nigel Farage abrazado a una columna. Tras la barra, junto a la carta de cócteles, una foto de un sonriente Carles Puigdemont saluda a los clientes, sobre un letrero en inglés: do not serve this man.
Estaba lleno a reventar, pero conseguimos una mesa hacia el final de la primera planta. Las mesas estaban todas muy juntas, de manera que todo el local era una masa continua de gente sentada bebiendo cerveza. Mis amigos belgas, algo mayores que yo, empezaron a hablar de las primeras veces que habían venido al Delirium, hace muchos años, esperando encontrar chicas extranjeras. Pensé que tal vez se habrían cruzado aquí conmigo y mis seis amigos españoles y que, tal vez, fue entonces cuando dejaron de venir.
A la mitad de la segunda cerveza (recuérdese, en Bélgica el reloj en los bares anda más rápido), el francés se empezó a espesar en mis oídos y mi atención se desvió hacia las otras mesas. Un grupo se acababa de sentar en la mesa de al lado. Tendrían todos en torno a cuarenta años. No sé bien cuántos eran, pero recuerdo pensar que no encajaban allí. No por su edad, sino por su leve aire intelectual, intelectual para el Delirium, en todo caso. No de Café Gijón, más de garito de Malasaña. Pensé que tal vez también serían unos belgas que habían venido irónicamente, pero tenían aspecto de mediterráneos y, efectivamente, comenzaron a hablar en una mezcla de español e italiano.
En el extremo más cercano de la mesa, junto a mí, se sentó un hombre de pelo negro corto y barba. Vestía pantalones pitillo, camisa de cuadros y un cardigan marrón que dejó colgado en la silla. Calzaba zapatos de ante. Lo recuerdo porque pensé que aquello era un craso error: salen fatal las manchas de cerveza. Su rostro me resultaba familiar, muy familiar. Tenía la impresión de haberlo visto antes, y tenía la impresión de que había sido en este mismo lugar. Por alguna razón, asociaba su cara a este local, como si hubiera sido un retrato más de los que había en la pared. Seguí intentando entrar en la conversación de mis amigos belgas, pero de vez en cuando le lanzaba miradas furtivas, intentando identificarle. A la mitad de su segunda cerveza, él también comenzó a desviar la atención de su grupo y, en algún momento, aproveché y le espeté.
—Perdone, pero ¿usted y yo no nos hemos visto antes aquí?
Se quedó mirándome y dijo:
—No, no lo creo.
—Sí, sí, estoy convencido de que le he visto.
—Me habrás visto en otro sitio— replicó.
Y, a continuación, dijo algo que hizo, por fin, que me acordase de él.
—Es que antes llevaba coleta. Me pasa mucho últimamente. Y, por favor, no me llames de usted y menos en un bar. Me siento un catedrático.
Catedrático. ¡Claro! Lo recuerdo de la Universidad. Había aquel profesor de Geografía Política que un día se dio cuenta de que era más fácil fundar un partido y salir elegido europarlamentario que llegar a catedrático en la Complutense. Después, había invitado a algunos estudiantes de su antigua facultad a visitar el Parlamento en Bruselas. Entre ellos estaba yo. Tras la visita en cuestión, habíamos corrido a gastar las dietas que el Parlamento da a los visitantes en el Café Delirium, que entiendo es para lo que están. El joven exprofesor y sus asistentes decidieron acompañarnos.
—Ya sé de qué te conozco —le dije—. Estuvimos aquí sentados, en este mismo bar. Tú, yo, y otros veinte estudiantes más. Estábamos sentados en esa mesa de ahí atrás, ahora lo recuerdo. No sé bien qué año era, pero yo estaba en la facultad y tú, bueno, en el Parlamento Europeo. ¿No te acuerdas de mí? Te pregunté cómo veías el reciente proyecto de democracia participativa en Osetia del Sur. Era el tipo de preguntas que hacía entonces.
—Ah, ¡pues sí que me acuerdo! ¿Pero, no llevabas dilataciones en las orejas?
—No, yo no. Sería otro entonces.
—Joder, estaba alucinando con lo bien que se te habían cerrado. Pero bueno, sí que me acuerdo de ese día, cuando los estudiantes vinieron a Bruselas. Buenos tiempos aquellos.
—¿Lo echas de menos?
—Siempre. Sobre todo las discusiones. En la facultad, las discusiones son como un deporte de caballeros. Hay tensión, pero también respeto. Solo se trata de ver quién es más listo. Quién la tiene más larga, la bibliografía, ¿me entiendes? —se rio. A mí me hizo gracia, pero no me parecía bien reírme—. Entre maestros y estudiantes, podíamos darnos cera, pero había una admiración mutua. Eso luego solo lo he tenido con Rajoy. Fuera, en el mundo real, es la guerra, la guerra a muerte. No se trata de quién tiene razón, sino de quién grita más fuerte.
—Puede ser. En mi experiencia, creo que la facultad más que una discusión fue una sucesión de discursos. La mayoría los escuché como el del Rey en Nochebuena: de fondo. Escuchando justo lo necesario para introducir el mío. Ahora que lo pienso, imagino que, a su vez, nadie me haría mucho caso.
—También te digo— siguió, sin hacerme mucho caso—, también te digo que la única razón por la que profesores y alumnos nos aguantamos mutuamente es que sabemos que solo tenemos que esperar a que acabe el curso para perdernos de vista. En el mundo real, cuando acaba el verano, tienes a todos ahí de vuelta. Periodistas, la derecha, compañeros de partido, ¡todos!
—¿Te arrepientes, entonces? De salir al mundo real.
Sus amigos le preguntaron si quería otra cerveza. Al hacerlo hicieron contacto visual conmigo y dije que, por qué no, ya que iban, yo también quería otra.
—Pues hombre. No te digo yo que a veces no, la verdad. Poder ir a dar clase a Somosaguas en mi moto. Ir a soltar el rollo sobre Peter Taylor, corregir unos trabajos, tomarme una Mahou y un pincho de tortilla y para casa. Poder ir a Lavapiés a comer a un senegalés y que no que lo saquen en La Razón.
—Pero…
—Vestirme como me diera la gana, no ser míster clase trabajadora todo el día.
—Claro, aunque bueno…
—Darle una calada a un porro en Somosaguas de vez en cuando. Solo cuando me inviten, solo cuando me inviten. La vida real, vaya, no este teatro.
—Y pensar que ya han pasado ocho años de aquello— dije, recordando aquel primer año de carrera.
—¿Solo? Joder, por mi han pasado veinte.
No recuerdo a sus amigos trayéndonoslas, pero allí estaban, ellos y las cervezas. Y, de alguna manera, el vaso ya estaba por la mitad. Sí que recuerdo que le dije:
—Hay una cosa que dijiste cuando estuvimos aquí aquella vez, hace años. Nos dijiste que aprovecháramos los años de universidad al máximo y que cuidáramos a los amigos que hiciéramos, que nunca más los habría como esos. A mí me ha costado un poco, la verdad.
—Bueno, tampoco te fustigues. La gente cambia. Algunos no se pueden adaptar la persona en que te has convertido. Perdona, eso ha sonado un poco duro. Lo estoy trabajando, ¿sabes?, ese tic. Ahora que por fin tengo tiempo. Bueno, la cosa es que por mucho que lo sepas, por un momento, por un pequeño momento, llegas a creer que vas a estar toda la vida con los mismos amigos, la misma novia, el mismo curro. Pero vas un día y tomas el cielo por asalto. Perdona. Llega un día y todo cambia de golpe, quiero decir.
—Tranquilo, yo tampoco te he entendido del todo. Yo diría que llega un momento en que piensas que todo se va a quedar como está, te guste o no. Yo ahora estoy llegando a los treinta y…
—Ja. Pues no te queda, chaval. A los treinta es cuando se pone la cosa fea de verdad. Ya no hay manera de volver atrás, y cada vez menos margen para cagarla en adelante. Mucha más presión. La buena noticia es que desaparece a los cuarenta. Simplemente, aceptas que ya es demasiado tarde, y ahí es cuando empiezas a disfrutar.
—Y ahí es cuando te llegan los hijos, ¿no?.
—Los hijos son a la vez causa y consecuencia de todo eso. ¿Sabes lo bueno que tienen los hijos? Tenerlos es una gran decisión vital, difícil. Pero una vez tomada, te ahorra tener que tomar muchas otras. En ese sentido simplifica tu vida. Si pudieras dormir, dormirías más tranquilo. Y mírame ahora a mí, ejerciendo solo de padre y encantado. Cuando son pequeños, puedes hacerles escuchar un disco de Pink Floyd entero sin que puedan rechistar.
—Pensaba que los tuyos escucharían más Los Chikos del Maiz.
—Déjame, que estoy retirado. Yo, la verdad, soy más del C Tangana.
—Yo, fíjate, siempre he pensado que si los hijos son un bien social, como dicen, ¿por qué no se encarga de ellos toda la sociedad? Claro, los liberales dirán que eso sería una imposición, el fin de la libertad individual, blabla. Pero ¿no sé dan cuenta de que no hay mayor obstáculo para la libertad del individuo que los hijos?. Entiéndeme. Tener que elegir entre la supervivencia de la especie y el libre albedrío. Entre lo que tenemos de animales y lo que nos hace humanos. Es como decidir con una pistola en la cabeza. ¿No sería esa la mayor ampliación de libertades jamás vista, que todos los niños fueran responsabilidad del Estado, la sociedad, todos juntos?
—Yo también pensaba algo así, pero eso es hasta que conoces a los otros padres.
Me imaginé criando a los hijos de mis amigos los primeros findes de cada mes, y me dio sed. Fui a la barra a pedir con uno de mis amigos belgas. Pasamos junto a unos ingleses bailando la Macarena. Me alegró ver que, por delirantes que se pusieran las cosas, seguíamos en el mundo real.
Es difícil saber cómo y por qué evolucionan las conversaciones. Lo único que sé que en algún momento, sentados otra vez, él dijo:
—Lo de Messi se veía venir. Pero es que vamos a ver, vamos a ver… ¿cuánto podía cobrar ese hombre? Si es que lo difícil es no hacerse comunista, coño. Vale que es el mejor del mundo y lo que quieras, peo su tiempo ha pasado y si está lastrando al club pues venga, a casa. Que nadie es imprescindible, hombre.
—Veo que te está funcionando.
—¿Cómo? Bueno, el caso es que así fue como conocí a Ronaldinho.
—Vaya historia. Pero oye, hablando de tu novia… bueno, mujer, o lo que seáis. Siempre he tenido la duda. ¿Cómo hace uno para ligar siendo político?
—Pf. Imagínate las posibilidades que tienes. Las pocas posibilidades. Andas siempre con la gente del partido, los periodistas… ¿Dónde vas a conocer a alguien? Y aunque pudieras, ¿qué ibas a hacer? Todo el mundo cree que ya sabe de ti todo lo que tiene que saber. Imagínate estar con una chica que te ve en la tele todo el rato, que se pasa el día diciéndote lo mal que lo haces o, peor, ¡lo bien que lo haces!
—Tal vez deberías haberte juntado con alguien de derechas, entonces. ¿Sabes que hay gente que dice que nunca se acostaría con alguien de derechas?
—Ojalá lo hubiera hecho yo mientras podía.
—Eso pienso yo, que está la cosa como para poner condiciones. La pureza ideológica es un lujo burgués. Tengo una amiga que tiene una camiseta que dice: “aunque sea una mala racha, no te tires a un facha”. Pero solo la lleva cuando está de buena racha.
—Es como en la Facultad, cuando nos reíamos de las pijas de Económicas. ¡Cómo si no estuviéramos deseando que nos invitaran a una fiesta en Económicas!
—A mí lo que me gusta de verdad es que la chica sea más lista que yo, ¿sabes?
—Natural.
—Pero no mucho más lista, tampoco.¿Sabes? Lo justo para motivarte a aprender más, pero no tanto como para sentirte mal por no hacerlo.
—Te entiendo, te entiendo. Pero que sepas que ese pensamiento te llevará a la ruina. ¿Sabes la cita esa de “si eres la persona más lista de la habitación, estás en la habitación equivocada”? Bueno, pues, ¿qué pasa si solo estáis dos y la habitación es tu dormitorio? ¿Quién se tiene que ir? Y, ¿adónde coño vas?
—Bueno, supongo que simplemente hay diferentes tipos de inteligencia. —añadí—. Y todos son buenos, y todos son necesarios, y todos tienen su razón de ser. Y todos existen.
—¿Eh?
—No sé. Algo que leí.
A continuación, es decir, un tiempo indeterminado antes o después, derramé un poco de cerveza sobre mi camisa, lo que le hizo recordar una divertida anécdota con Angela Merkel. Lo que, eventual e irremediablemente, nos llevó a:
—Para mí la mejor es “La Chaqueta Metálica”
—Yo también lo pensaba —contestó—, pero ahora me gusta mucho más “Senderos de Gloria”.
—Otra de mis favoritas es “El club de la lucha”. Aunque es mejor el libro— apunté.
—Se te pasará, también es una fase. Yo ahora estoy enganchado a los coming of age nigerianos. Bueno, eso y Pocoyó.
—Bueno pero y, a todo esto, ¿qué haces en Bruselas? Pensaba que estabas tomándote un tiempo, viviendo ahí en Galapagar, en… tu casa.
—En el chalé. Puedes decirlo, el chalé. La gente lo llama así, mi madre lo llama así, el grupo de whatsapp de mis amigos se llama así. Así que total. Pues este finde me he escapado porque tenemos reunion de viejas glorias del GUE, de los tiempos en el Europarlamento. De esto ni una palabra en redes, no queremos que se entere Varoufakis. Y aquí estamos, contando batallitas y poniéndolos al día. ¿Sabías que Giancarlo se ha casado con su asistente de entonces? Bueno, tú a Giancarlo no lo conoces, creo.
—Oye, pero, antes de que se me olvide, hay una pregunta que quería hacerte— adopté lo que me pareció un tono solemne—. ¿A ti todo esto te ha merecido la pena? Todas las peleas, los insultos, todas esas Asambleas Ciudadanas?
Mudó el gesto y se quedó pensativo. Creo que él podía ver mi mirada de compasión y, a su vez y de forma un tanto desconcertante, él se compadecía de mí.
—No sé, ¿y tú? ¿Te ha merecido la pena a ti? Lo que sea que hayas hecho.
—No lo sé— contesté.
—Pues eso.
—Además, dime una cosa— dijo, él también solemnemente—: ¿Acaso no ha cambiado España?
Era una pregunta que yo no estaba en condiciones de contestar. Podía recordar el pin de mi móvil, con suerte, o encontrar el camino de vuelta a casa, pero no contestar a esa pregunta. De todas formas, hice un esfuerzo. Traté de recordar qué era aquello que nos preocupaba tanto hace ocho años, y qué nos preocupa hoy. Traté de recordar indicadores, gráficos, una frase ingeniosa de algún artículo de opinión. Él me miraba serio, esperando mi respuesta. ¿Había cambiado España? Bien podía ser, aunque tal vez no. ¿Se había roto ya, por fin? ¿Qué es cambiar, de todas formas? Cambio y continuidad, estructura y agencia. ¿No es eso lo que decían en la Facultad?
Entonces rompió a reír. Se rio tan fuerte que casi se cae de la silla para atrás. Me relajé, y la tensión liberada hizo que yo también empezara a reír, primero tímidamente, luego con ganas. Lo hice con tanta vehemencia que volví a tirarme encima un poco de cerveza, y eso nos hizo reír aún más. Creo que mis amigos belgas nos miraban algo mosqueados, y también los eurocomunistas.
Entonces, uno de sus amigos le hizo un gesto. Algunos iban a ir a fumar.
—Oye, voy a salir con ellos a tomar el aire— dijo—. Ya te veo.
—Sí. Bueno yo también voy a salir a tomar el aire. Solo tengo que ir un momento al baño, pero os veo ahí fuera.
Recuerdo estar en el baño. Era algo distinto a como lo recordaba. Los espejos, está vez, eran convexos. No sé cuánto tiempo exactamente estuve allí. Al terminar, fui directo a la calle. No le encontré, ni a él ni a sus amigos, en todo el abarrotado callejón. De vuelta dentro, en su mesa había sentado un ruidoso grupo de holandeses. Mis amigos belgas también se estaban levantando para irse. No recordaban cuándo se habían ido los de al lado. No, nadie había dejado recado para mí y, por mucho que lo intenté, no sabían muy bien a quién me refería. Su falta de interés en la política española era frustrante, pero comprensible.
Ya fuera del bar, empecé a respirar un aire más ligero. La ciudad a mi alrededor se tambaleaba pero, a la vez, se iba haciendo más nítida, más definida. Echamos a andar hacia la Grand Place.

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