#5 Trader Joe’s
- Dani Mora
- 29 ago 2020
- 7 Min. de lectura
Si quieres conocer a alguien, conocerlo de verdad, abre su nevera. Ahora mismo, la mía contiene unos restos de lasaña, un frasco de pepinillos lleno de nata caducada, y un par de bananas negra. Puede que esto en particular no diga mucho sobre mi persona, pero a mí me dice algo. Me dice que es hora de ir a Trader Joe’s.
“¿Quién es el tal Trader Joe’s?” es la típica pregunta que a muchos neoneoyorquinos querríamos hacer en nuestra primera semana aquí. La respuesta corta: un supermercado. La respuesta correcta: el origen de toda la diversión en Nueva York. Es donde empieza la cena con velas, donde nace una barbacoa, donde se gesta un brunch. Hay otros supermercados en Nueva York, pero no leeréis sobre ellos porque los escritores van a Trader Joe’s.
Cuando voy allí a comprar, intento prestar atención a los carritos de la gente, tratando de imaginar a persona detrás de la nevera. El otro día fue uno de esos días. En la sección de frutas y verduras había una pareja mayor. El era alto y corpulento, vestía pantalones azules, una camisa blanca arrugada y arremangada, y una gorra roja. Ellas vestía una fina chaqueta morada sobre un vestido negro. El pelo de ambos era rubio pálido, y sospecho que tenían el mismo peluquero. Algo atrajo mi atención y decidí seguirles a una distancia prudencial. Estaban discutiendo. Él parecía americano, ella tenía acento extranjero.
—Ya te lo he dicho, Donald. El carrito no es para que te subas tú, es para la comida. ¿Quieres hacer el favor de bajarte y ayudarme? Todavía tenemos que decidir qué vamos a hacer de cena hoy— dijo ella.
—Y yo te he dicho a ti, Ángela, que teníamos que haberle encargado esto al servicio secreto… HACER LA COMPRA ES DE PERDEDORES— dijo él.
—Ya te lo he explicado. Es bueno hacer esto de vez en cuando, dejarte ver. En Berlín les encanta. Pero, por favor, ¿puedes dejar de toquetear la fruta?
—ESTA PAPAYA SE PARECE AL PAPA FRANCISCO.
—No seas ridículo, mensch! Bueno, un poco sí que se le parece. Pero no puedes tocar la fruta si no la vas a comprar, por pura responsabilidad con los demás clientes. Ellos también merecen la oportunidad de elegir las mejores piezas.
—Oh, no empieces otra vez con tu SOCIALISMO EUROPEO.
—¿Podemos pensar de una vez qué vamos a poner para cenar en la cumbre de esta noche? Oh, mira: “pesto de alcachofas” Wunderwar! Podemos poner un poco de esto así en canapés, que eso siempre gusta.
—A mí solo me gusta la alcachofa en la pizza. La quito y me como el resto. Y supongo que yo sé ALGO sobre comida. Al fin y al cabo, tengo mi propia marca de filetes. Tremendamente famosos.
—Ok, entonces tenemos el pesto. Un poco de hummus de rábano, guacamole de vainilla y tzatziki de piña. Y Emmanuel iba a traer foie gras. Contará una historia sobre cómo su abuela le enseñó a hacerlo, pero en realidad es del Carrefour. Hace la misma en cada Consejo. Anda, vamos a por el queso.
—Buena idea. Queso americano, de patriotas vacas americanas.
—¿Queso americano? ¿Esa cosa que parecen post-its derretidos? Nein danke. Me refiero a queso de verdad. A ver, ¿dónde está el manchego? Madre, qué precios. Con lo barato que está en el Mercado Común.
—¿Dónde queda ese mercado común? ¿Jersey?
—Seguro que tienen sucursal allí, sí… ¿Qué te parece salmón de principal?
—El mejor salmón que he tomado nunca me lo mandó Vladimir. La distancia era muy larga para tener el pez fuera del agua, así que me lo mandó por submarino. Qué tío más GRANDE.
—Sí, a mí también me envió uno. Por suerte el gato lo pilló primero, pobrecillo. Pero ahora que lo pienso, ¿no preparó Justin salmón la última cumbre que hicimos en su casa en Toronto? No quiero tener a la embajada dándome el coñazo. Pensemos otra cosa.
—¿Qué tal hamburquesas?
—¿Quieres decir hamburguesas? No gracias, todavía estoy digiriendo las que pusiste en la última cumbre para el clima.
—Mis hampurguesas no están hechas para los estómagos delicados. Podemos hacer salchichas.
—¿Salchichas? Por Dios no. Cuando viajo, aunque sea por trabajo, no me gusta andar comiendo las cosas de casa. Créeme, bastantes salchichas tengo ya. De verdad, demasiadas. Cada maldito evento al que voy, salchichas. Y claro, todo el mundo, en cada rincón del maldito país piensa que sus salchichas son especiales. Estoy hasta aquí de las malditas salchichas.
—¿Qué tal filetes? Mira, aquí están.
—Filetes no es mala idea. Muy local, al menos. Pero, ¿qué filetes? Aquí hay tantos tipos…
—Ni idea. Seguro que todos son buenos.
—¿Cómo que todos son buenos? ¿No eras tú el que tenía una marca de filetes?
—Sí, pero no te preocupes, no es ninguna de estas.
—Bueno, cojo éste mismo. A ver, dos libras y media. Eso es… ¿cuántos kilos? ¿Lo puedes cambiar?
—¿Estás de broma? ¿Sabes la que me montaría la Reina de Inglaterra?
—Me refería a que me hagas el cambio a kilos en el móvil. Es igual, déjalo. ¿Qué tal éste?
—¿Orgánico? ¿No lo sabes? Hay muchos casos de niños sanos, que van al carnicero de su barrio, compran carne picada “orgánica”, hacen spaghetti con albóndigas, y de repente boom!… AUTISMO! Hay muchos casos, todo el mundo lo sabe.
—No seas bobo, Donald. La carne orgánica no es para dar autismo a los niños, solo es para subsidiar a granjeros hipsters. Bueno, ya está, elijamos el vino y nos vamos.
—Bueno, aquí no lo vas a encontrar. No lo venden en supermercados en Nueva York. Tendrá que ser cerveza. A mi me da igual, yo no bebo. Yo me cuido. Tengo una salud de hierro. La mejor salud, según todo el mundo.
—Dios mío pero ¿qué clase de país tenéis montado aquí? ¿No puedes comprar vino en el supermercado? ¿Y acaso me escuchas cuando te hablo? ¿Cerveza? ¿De verdad, cerveza? Déjame que te lo explique. Cuando BMW me invita a un evento en su fábrica de Dortmund, ¿qué crees que sirven? Cuando voy a un evento del partido en un pueblo perdido en medio de la jodida Turingia, ¿qué crees que bebemos? Cuando bajo a Baviera a su maldito carnaval erótico-etílico, ¿qué crees que bebo con todos esos descerebrados? ¿Qué crees que tengo que beber todo el maldito rato?
—Wow, ok, vale, vale, perdón. Podemos pasar por la liquor store y…
—Y encima, cuando consigo salir de allí para ir al circo europeo, ¿qué crees que sirven en Bruselas? ¡Bruselas! Tenían Burdeos, Borgoña, la Toscana, la Rioja, pero no, ¡plantaron la capital en la jodida Bruselas! No me extraña que esté condenado al fracaso desde el minuto uno. Te lo digo, ¡esta noche bebemos vino aunque tengas que invadir Argentina para conseguirlo!
—Ángela, por favor, cálmate. Me estás avergonzando delante de toda esta gente. Por favor, ¿podemos irnos ya?
—Está bien, está bien. Ya pasó. Vamos. Pero no vuelvas a mencionar la cerveza en toda la semana.
Por fin se dirigieron a la cola para el cajero. Conseguí quedarme solo un par de clientes detrás de ellos. Estaba intentando escucharles, cuando el cajero les llamó.
—¡Caja número siete, por favor!… Buenos días. Bienvenidos ¿qué tal el día?
—¡Tremendo! Hoy doy una cumbre increíble en casa. La gente dice que es la mejor cumbre de la historia, quizás. Viene el presidente de Francia, el presidente de Rusia, el presidente de África. ¡Todos!
—¡Qué bueno! Pues yo hoy he quedado a cenar con Jeff Bezos y Bill Gates.
—¿De verdad? ¿Bezos? Qué cabrito, me dijo que estaba fuera del país hoy. ¡Pues dile que ya se puede olvidar del recorte de impuestos!
—Claro que sí, señor. Aquí tiene sus bolsas. Serán doscientos cinco dólares con cincuenta y seis céntimos, señor.
—Ángela, ¿puedes pagar tú ésta?
—¿Cómo que si puedo pagar? Es tu cumbre, ¿recuerdas? El que paga eres tú.
—No, no. ¿Te acuerdas que dijimos que yo pagaba la defensa transatlántica, y tú pagabas la cena? O, si no, lo que podemos hacer…
—No, Donald, por última vez, México no puede pagar esto tampoco.
—Okey, okey, pagaré. Ya imprimiremos más. — Dijo mientras sacaba un par de billetes de cien nuevecitos— Pero tú compras el postre.
—Está bien, está bien. Ahora vámonos, es tarde y hay mucho que preparar aún.
Me tocó el turno: “¡Caja número siete, por favor!”
¿Te lo puedes creer? Qué suerte. Me muero por cotillear con el cajero. Los cajeros del Trader Joe’s suelen ser muy amables (a veces casi demasiado), pero a este se le ha quedado una cara de no saber si reír o llorar, como si alguien le acabara de contar un genial chiste macabro. Le iba a preguntar por ello, cuando regresó él.
—Eh, colega. Creo que algo has hecho mal. Aquí en el ticket dice que los filetes eran 9,90 dólares por libra, pero estoy seguro de que estaban de oferta por 9,20.
—Señor, la máquina aplica las ofertas automáticamente.
—Escucha, yo sé que estaba de oferta. Así que la máquina ha debido cagarla. Pasa mucho. Comprúebalo, anda.
El joven cajero se dio cuenta de que la salida más rápida era agarrar el teléfono. Espero la contestación, e hizo acopio de los restos de su paciencia.
—Señor, lo siento, me dicen que no hay oferta. Debía ser para otro producto, lo siento.
—Bueno, eso es que han debido cancelar la oferta en lo que tardé en llegar a la caja. Pero lo que cuenta es el momento en que echas el filete al carrito. Aplica el descuento manualmente, y fin.
—Lo siento señor, el sistema no lo permite.
—¡Que le jodan al sistema! Te vas a enterar de quién soy yo, chaval. No me importa con quien cenes, ni cuántos amigos tengas en Sillicon Valley. Voy a llamar a tu jefe y se lo voy a contar. Créeme, el bueno de T. Joe es un antiguo amigo mío. Solíamos jugar al golf juntos. De hecho, fui yo quién le dio la idea de montar el negocio de los supermercados. Así que espera la llamada, ¡será pronto! ¡Ya puedes ir preparándote!
—¡Donald, por favor!— dijo la voz extranjera desde la puerta— ¡Ya he escrito en el grupo de Whatsapp que estamos de camino!
Y ahí se alejaron, arrastrando las bolsas de papel lenta, pesadamente, como si llevaran el peso del mismo mundo sobre sus espaldas.
—Vaya tela— dije al cajero— Espero que no tengas que aguantar a muchos de esos.
—No tantos. Pero cuando te viene uno, no hay manera de librarse de él.

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