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#3 El Rey del dólar-pizza

  • Foto del escritor: Dani Mora
    Dani Mora
  • 29 jun 2020
  • 11 Min. de lectura

Los sábados por la noche, cuando la fiesta llega a su fin y el estómago reclama atención, es mejor no complicarse la vida. Nueva York es una ciudad de opciones sin fin: ¿dónde vivir?, ¿dónde comer?, ¿dónde salir? Sin embargo, a esas horas de la noche, solo hay una opción razonable para el estómago y para la cartera: pizza de 1 dólar.


En esa situación me encontraba hace algunas noches, al sur de Manhattan. Al cerrar el bar, dije adiós a mis amigos y dispuse a tomar el metro a casa. Entonces, me di cuenta de que de ninguna manera iba a sobrevivir el largo camino hasta mi frigorífico sin comer algo grasiento y placentero. Había que encontrar el local de dólar-pizza más cercano.

Por suerte, si se trata de una zona en la que merezca la pena salir, nunca están lejos. Anduve un poco y encontré no uno, sino dos locales enfrentados, en ambos lados de la calle. Me decidí por el más sencillo, feo y poco cuidado de ellos. Se trata de cálculo básico: el precio de la porción es el mismo en todos lados, así que cuanto más dinero se gastan en decoración, menos se gastan en ingredientes.

Tampoco es que haya una gran variedad entre distintos locales (digo locales o, simplemente, dólar-pizza, por si llamarles pizzerías ofende a alguien). Todos son lugares sencillos y bastante desnudos. Consisten en cuatro paredes y un mostrador en medio, que separa la zona de trabajo (horno, trabajadores y una Gran Muralla China de cajas planas para pizza) de los clientes hambrientos. Estos locales no tienen mesas ni sillas; es un lujo innecesario. Sin embargo, en alguna de las paredes suelen tener una estrecha barra en la que los clientes pueden apoyarse para comer. Durante el día, cuando la mayoría de neoyorquinos simplemente recogen sus porciones y se apresuran a volver a la lucha urbana, la barra está vacía. Durante la noche, es un refugio para gente que, por distintas razones, aún no quiere irse a dormir.

Cuando entré en este local, había un par de clientes comiendo, pero nadie esperando en fila. Pedí dos porciones y el vendedor las metió en el horno para un último calentón. Normalmente, el mostrador de cristal contiene varias pizzas margarita de a dólar la pieza. Además, contiene otras pizzas algo más caras, con ingredientes más sofisticados, como el pepperoni. Pedir estas últimas en uno de estos lugares es un típico error de novato. La clave aquí está en la rotación: la dólar-pizza es la estrella, y la única que se despacha a toda velocidad. En otras palabras, esa otra pizza puede ser el pepperoni de ayer.

Así pues, conseguí mis dos porciones y una bebida por tres dólares cincuenta, lo que apenas da para un expreso en cualquier cafetería de la ciudad. Yo solía pensar que la existencia del billete de un dólar era un sinsentido, un vestigio y una rareza inexplicable de la cultura americana, llenándote los bolsillos de billetes que apenas sirven para comprar nada. Pero hay un cierto placer en intercambiar un grasiento y delicioso slice de pizza por un arrugado y posiblemente también grasiento trozo de papel con la cara de George Washington. Con una moneda de euro, simplemente, no es lo mismo.

El siguiente paso es acercarte a la barra a un lado del local y personalizar tu pizza con los omnipresentes extras: orégano, pimienta molida y ajo en polvo. Estaba a punto de dar el primer bocado cuando le oí por primera vez.

—Hermano, ¿puedes prestarme un dólar para una pizza?

Al girarme vi a un enorme hombre afroamericano, que vestía una chaqueta marrón muy gastada. Mi primer impulso en estas situaciones es decir “no” y mirar para otro lado, aunque siempre me hace sentir fatal. Esta vez, no sé por qué, saqué la cartera y le di el dólar. Esperaba que ese fuera el fin de nuestra interacción. Sin embargo, cuando recibió su porción, volvió a acercarse. Cogió el bote de ajo en polvo y empezó a echarlo sobre su pizza. Siguió echando. Más y más. Enterró su pizza en ajo. No se veía ni un rastro rojo de tomate. Parecía una sandalia enterrada en arena de playa.

—Wow, ¡eso es mucho ajo! —dije. No sé por qué tuve que decirlo. No lo pensé, solo lo dije, e inmediatamente lo lamenté. Ahora empezaría a hablar, y yo no podría comer mi pizza en paz. No sé qué me pasó, normalmente consigo ser un idiota antisocial sin dificultad. Oh, ¿es mucho ajo? Maldito genio.

—Sí — contestó—. Tú también deberías ponerle un poco más. El ajo es bueno para la salud. Es antiséptico.

Pensé que ese polvo blancuzco era al ajo lo que el sexo telefónico al sexo: apenas relacionado con el original y despojado de todas las propiedades terapéuticas (sí, era una metáfora a las cinco de la mañana). Pero ¿para qué mencionarlo?

—¿Sabes que hubo un tiempo en que casi ningún dolar-pizza de Nueva York tenía ajo en polvo? —continuó.

Yo no quería meterme en esa conversación, solo quería comer mi pizza en silencio y rumiar la pasada noche. ¿Era mucho pedir? Pero yo había empezado, ahora me parecía maleducado no contestar.

—Ah, ¿sí?— dije.

—Bueno, todo se debió al Rey de la pizza.

Si alguno de los lectores está familiarizado con el popular documental de Netflix sobre un cierto rey de los tigres, tal vez me acuse de utilizar un truco de márketing barato para vender esta historia. Sin embargo, yo fui la primera víctima de ese truco. De repente lo vi todo en perspectiva: era sábado por la noche, tenía pizza y Fanta, y estaba a punto de escuchar una historia sobre un Rey de la pizza. Qué más se podía pedir. Estaba enganchado.

—¿Un Rey de la pizza, dices?— él debió sentir el cambio de inflexión en mi voz, y no lo dejó escapar.

—Oh, ¿no lo sabes? —dijo—. Bueno, esa es una historia más larga. Pero no querría molestarte.

—Bueno, tampoco tengo prisa.

—En ese caso mejor será que nos preparemos. ¿No tendrías por casualidad otro dólar? O, de hecho, que sean dos. Y tú, ¿quieres otro?

De alguna manera se había comido su trozo mientras hablaba. Le di el dinero, y él le hizo un gesto con él al vendedor, que le alcanzó las porciones.

—Bueno, el Rey de la pizza —empezó—. No me extraña nada que no hayas oído hablar de él, aunque quizá él es la razón de que tú estés aquí comiendo esta pizza deliciosa y casi regalada.

Mientras hablaba, repetía su bombardeo por saturación de ajo en polvo en el nuevo trozo de pizza. Por primera vez, me fijé en él con más detalle. Yo diría que estaba en torno a los cincuenta, y encajaba en la apariencia que uno se ha acostumbrado a ver en los sintecho de Nueva York. Como ya dije, era enorme. Alto y ancho de hombros, habría sido intimidante si no fuera por su voz tranquila. Tampoco era una voz especialmente amable, pero era relajada y confiada. Se expresaba con sencillez, pero había una cierta dignidad en su lenguaje y su cadencia. Como desafortunado resumen, recuerdo pensar que no sonaba como una persona que vivía en la calle.

—Todo empezó durante la última gran crisis, hace ¿cuánto ya?, ¿doce años?. Nueva York es, como sabes, la capital mundial de la pizza, pero entonces mucha gente no podía ya permitírsela. En Downtown Brooklyn había un viejo italiano que tenía una pizzería. Un clásico negocio familiar, con un gran horno de piedra, mesas, camareros con libretas y permisos de trabajo, todas esas cosas. El viejo se dio cuenta de que estaba perdiendo clientes. Un día se le ocurrió una idea: vender pizza a un dólar la pieza. ¡Un gran truco de márketing! Cambió sus proveedores, empezó a comprar ingredientes más baratos, redujo la plantilla al mínimo. Y, claro está, en la puerta del local puso un brillante letrero nuevo: “¡pizza 1 dólar!”. Por supuesto, empezó a vender como nunca. Había colas en su puerta día y noche. El único problema era que, al volver a casa y hacer cuentas, en realidad estaba perdiendo dinero. Perdió dinero el primer mes, el segundo, el tercero… Iba directo a la bancarrota.

—Pero entonces, ¿cómo se convirtió en Rey de la pizza? —pregunté, impaciente.

—¿Él? ¿El Rey de la pizza? No me hagas reir. Claro que él no era el Rey. Esos viejos empresarios italianos eran chapados a la antigua. La pizza era parte de su identidad, la cocinaban como habían aprendido de sus nonnas en Brooklyn. Les importaba demasiado, la respetaban demasiado. Dirigían sus pizzerías como una especie de deporte de caballeros, y esto era una maldita guerra de guerrillas. Necesitaban a alguien de fuera.

»Entonces es cuando entra en escena Orlando. El empresario italiano en cuestión vivía en Carroll Gardens, en Brooklyn, cerca de su pequeño local. Por eso le conocía. Poco se sabe de Orlando antes de convertirse en el Rey de la pizza. Había escapado de Cuba cuando apenas era un adolescente, y había vivido en Nueva York toda la vida, primero en Harlem, luego en Brooklyn. Nunca acabó la escuela y nunca tuvo una profesión concreta. Era una especie de manitas, chico de los recados, hacía de todo para todo tipo de personas. Como dicen por aquí: valía para un roto y un descosido. ¿Necesitas arreglar una tubería? Llama a Orlando. ¿Problemas con los frenos del coche? Orlando te lo arregla. ¿Un camarero se te ha puesto enfermo? Orlando sabe hacer un margarita decente. ¿Necesitas una mano de más en el tanatorio? Orlando no se asusta fácilmente.

»Lo curioso es que Orlando no era particularmente bueno en ninguna de esas cosas. De hecho, seguramente siempre hubieras podido encontrar a alguien mejor para cualquiera de esos trabajos. Pero él estaba ahí. Siempre. Cumplía, nunca perfecto, pero siempre suficiente. Y claro, era barato. Siempre más barato que cualquier otro. Todo lo hacía suficientemente bien como para poder considerarlo “hecho”. Con los materiales más baratos sin defectos graves. La cantidad de trabajo justa, ni un minuto más. Con la amabilidad mínima tolerable. Todo el mundo que le llamaba se quejaba. Todos le volvían a llamar. Era el hombre perfecto para construir un imperio de pizza barata.

»A veces, el viejo pizzero italiano llamaba a Orlando para cambiar una ventana o arreglar una tubería en el local. Una de esas veces, Orlando quizá demostró curiosidad —algo que rara vez se molestaba en hacer— y empezó a preguntar por el negocio. El empresario le contó cómo no conseguía que el local diera beneficios. De repente, Orlando empezó a pasar cinco noches a la semana en el local, aprendiendo todos los recovecos del mundo de la pizza. El propietario empezó a escucharle y a cambiar ciertas cosas. Un horno eléctrico más rápido, capaz de producir casi quinientas pizzas al día. Nuevo queso, con tanto sabor a queso como se necesitaba, ni un átomo más. Una salsa de tomate exactamente tan aguada como el cliente podía aguantar. Nada de mesas, sillas, o baño para clientes. Los camareros tenían que trabajar todas las horas que pudieran soportar por el menor salario que estuvieran dispuestos a aceptar sin escupir en la comida. Al menos no en toda.

»Gracias a los consejos de Orlando, el local empezó a hacer mucho dinero. Pronto, estos tíos se estaban bañando en billetes arrugados de un dólar. Orlando quería extender la operación, abrir otro local en otra parte de la ciudad. Pero el dueño era anciano y estaba cerca de retirarse. Era un hombre tradicional, un romántico de la pizza, y sentía que, a cambio del éxito, había traicionado a toda una tradición. Sin embargo, para entonces Orlando ya era una presencia constante. Conocía cada centímetro del negocio y cada minuto de la vida de sus empleados. El dueño tuvo que rendirse. Prácticamente entregó en bandeja el negocio a Orlando a cambio de unos pagos periódicos, que Orlando siempre pagaba tarde, pero no demasiado tarde.

»Con los beneficios, Orlando abrió un segundo local. Luego un tercero. Después, se hizo con un par de pequeñas pizzerías a precios de liquidación. Pronto estaba al frente de veinticuatro dólar-pizzas por todo Nueva York, casi la mitad de los que había en la ciudad. Simplemente, su sistema era el mejor y nadie podía copiarlo. Y lo intentaron, ya lo creo que lo intentaron. Enviaban gente a espiar sus locales, tratando de medir la producción, los tiempos, los centímetros cuadrados. Contrataron o sobornaron a algunos de sus trabajadores, tratando de aprender su método. Pero ellos no podían explicarlo. Orlando nunca dio una explicación completa a nadie. Cada uno solo sabía lo que necesitaba saber para hacer su trabajo, nada más. Nadie tenía su visión de conjunto, de cómo encajaban las piezas. Hicieron falta todos esos años de retretes atascados, coches rotos y cadáveres maquillados para hacer al hombre que se convirtió en Rey.

»Pero como cualquier rey, Orlando tenía enemigos. Su éxito levantaba envidias. Mucha gente detestaba lo que hacía. No hablo de los dueños de sofisticados restaurantes italianos en Chelsea o esas pretenciosas trattorias en el Soho. Esos jamás habían oído hablar del Rey, a pesar de que muchos de ellos acababan comiendo de sus pizzas cualquier sábado por la noche. No, hablo de los pequeños pizzeros de Nueva York. Especialmente los que habían intentado sin éxito subirse al carro del dólar-pizza. Lo odiaban porque, por mucho que lo intentaran, no podían con él, no podían acercarse al dinero que él generaba. Así es como empezó la Guerra del Ajo en Polvo.

¿La Guerra del Ajo en Polvo? Pensé que se estaba quedando conmigo, pero cosas más raras y guerras más tontas se han visto.

—Como no podían derrotarlo, los otros empresarios intentaron sabotearlo. Algunos de sus enemigos se aliaron y formaron lo que se conoció como la Cocina del Diablo (porque solían reunirse en ese barrio neoyorquino, en una heladería). Intentaron sobornar a sus proveedores, quebrar sus suministros, robarle a los trabajadores. Pero él siempre salía airoso, siempre encontraba una manera de salir de las trampas. Hasta que tuvieron su idea más estúpidamente efectiva: vaciarle todos los botes de ajo en polvo. Uno a uno, todos los que había en los locales de Orlando. Amigos y familiares de todos los pequeños pizzeros de Nueva York se pasaban por los locales del Rey varias veces por semana, pedían un trozo de pizza y vaciaban tanto ajo en polvo como podían, en sus porciones, sus platos, hasta en el suelo. Si podían, los robaban y tiraban a la basura.

»Esto descolocó a Orlando. Tuvo que empezar a comprar más y más ajo en polvo, lo que rompió sus cuentas ajustadas al milímetro. El ajo en polvo daba sed a los clientes, así que también cayeron las ventas de bebidas. Orlando ordenó a sus camareros ser duros con la gente que abusaba de las especias gratis, e incluso probó a retirar los botes del alcance del público. Esto hizo que mucha gente dejara de ir a comer sus pizzas. No porque supieran quién era él, sino porque la próxima vez que tenían que elegir entre dos dólar-pizza a ambos lados de la calle, recordaban cuál no tenía ajo en polvo.

»Estaba desesperado. Tenía un sistema perfecto, pero una minúscula pieza fuera de sitio había dado con todo en el suelo. Empezó a perder algunos de los locales, vendió otros y canceló algunos alquileres. Su caída fue más meteórica aún que su ascenso. Hasta que tuvo que traspasar su último local, el original, en aquella esquina de South Brooklyn, a un sobrino del antiguo dueño que quería meterse en el negocio familiar. Otras pizzerías contrataron a su personal y poco a poco fueron juntando más piezas del método. Con el Rey fuera de juego, por fin podían competir.

»Pero nunca fue lo mismo desde entonces. El trabajo no volvió a ser tan preciso. Se malgastan tantas cosas, tanto tiempo. Te lo digo yo, no hacen ni la mitad de dinero que entonces. Por eso el modelo de pizza por un dólar está de capa caída. Está condenado, y en algunos años será historia. Y antes de que me preguntes ¿qué fue del Rey de la pizza? Orlando regresó a su antigua vida. No hubo transición. Dicen que el día después de traspasar su último local, estaba cambiando una ventana por la tarifa más baja de Carroll Gardens. El rencor o la nostalgia eran una pérdida de tiempo y energía, algo que no se podía permitir. Ese era el Rey de la pizza: un hombre práctico.

Cuando el hombre concluyó su historia, el resto de mi pizza estaba ya frío en mi plato. La historia del Rey me hizo pensar en cómo personajes anónimos como ese afectan a nuestras experiencias en Nueva York, aunque no lo sepamos. También me dio hambre. Le dije al hombre que iba a comerme otro trozo.

—¿Te gustó la historia? —preguntó—. ¿Crees que yo también merezco otro trozo?

Encargué dos porciones más.

—En cualquier caso —dije—, ¿cómo sabes tú todo esto?

—Trabajé el horno durante dos años para el Rey, y luego me pasé a la competencia. Soy un veterano de la Guerra del Ajo en Polvo. Y créeme, si hubieras visto lo que yo, no volverías a comer en uno de estos sitios.

—Pero —repliqué—, tú estás comiendo aquí. ¿Por qué?

—Oh, ya sabes, está aceptable. ¡Y es sólo un dólar, hermano!

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