#2 – Bar 169: la paradoja de la autenticidad
- Dani Mora
- 15 jun 2020
- 7 Min. de lectura
Por un momento, pensé que Google Maps mentía. Allí no había ningún bar. Solo al acercarnos descubrimos las luces multicolores escondidas detrás de la fachada en obras del edificio. Se escuchaban voces. Finalmente, bajo los andamios, había gente, una puerta y un pequeño cartel: 169 Bar. Era la primera noche que salía en Nueva York.
Antes, habíamos tomado algo en casa de unos conocidos de conocidos, gente cool. Después, todos habíamos ido al East Village, un barrio cool, y habíamos intentado entrar un garito cool. Lo único no cool allí éramos mis dos amigos y yo, según informó amablemente el portero. Así que los tres tuvimos que improvisar otro sitio donde salvar la noche. Un lugar donde encajáramos.
Bajamos hasta el Lower East Side. Aún no lo sabíamos, pero estábamos destinados al 169. Este bar numérico es un refugio de despojos de la noche. La clientela está enteramente conformada por gente a la que no dejaron entrar en algún otro bar, un bar cool. El 169 tiene la virtud de ser a la vez barroco y humilde, casi como si te espetara “sí, esto está lleno de cosas raras. ¿Algún problema?”. Es un monumento a la hipérbole y la contradicción. La iluminación es atrevida, llena de rojos, azules, verdes y morados. El mobiliario combina las coquetas mesas de un diner neoyorquino con los muebles del jardín de atrás de tu vecino. En cuanto al menú, si pides unos macarrones con queso y te quedas con hambre, siempre puedes pedir una docena de ostras. A medida que avanzas hacia el interior, como en una secta con niveles de iniciación, comienzas a descubrir la verdadera alucinación del decorador. En uno de los muros se ve una fuente seca con cabeza de león, sin duda saqueada de unas ruinas romanas. De otra pared salen dos mástiles con cuerpo de mujer, seguramente dejados en prenda por algún viejo lobo de mar a cambio del penúltimo trago. Todavía hacia el interior, aparece el busto de un agresivo Tyrannosaurus Rex, cuyo origen y significado todavía se debate entre parroquianos e historiadores. Finalmente, en el más recóndito rincón del 169, el objeto que lo resume todo. Una mesa de billar, con tapete de salvaje, brillante, descarada piel de leopardo.
Mis amigos se sentaron en una mesa mientras yo iba a la barra a pedir unas cervezas. Tardé un minuto en elegir una cerveza y una eternidad en que el camarero me atendiera. Desplegué todas las técnicas que conozco para llamar su atención: seguirlo con la mirada, levantar la mano, inclinarme sobre la barra, hacer vudú mental a toda su ascendencia. Todo falló. Sentía que todo el bar me estaba mirando, menos él. Me sentí impotente. Me di cuenta de que nunca iba a conseguir una cerveza, no solo esa noche en ese local, sino en toda mi estancia en Nueva York. Ya estaba pensando una excusa que darle a mis amigos, cuando el camarero vino.
—¿Has decidido ya lo que quieres?
Ese ya me hizo pedazos.`Olvidé la cerveza que había elegido. Miré el menú de nuevo y le pedí tres Narragansett “Jaws” Lager de grifo, por favor.
—Solo hay PBR— dijo.
—¿Qué?
—Que solo hay PBR, de lata.
Me puso tres latas y le di 9 dólares. Los contó y me miró de nuevo.
—Se aprecian las propinas— dijo, y pude sentir cómo fantaseaba con arrancarme la cabeza y usarla para guardar rodajas de limón.
Le di un par de dólares más. Murmuré “lo siento, no soy de aquí” y “es mi primera noche”, con un poco de acento extra, pero no creo que lo oyera. Me fui de allí con las cervezas y una masterclass en las sutilezas del arte de dar propina en América.
De vuelta en mi mesa, encontré a mis amigos hablando animadamente con un joven afroamericano. Le saludé y se presentó como Steve White. Hizo énfasis en el apellido y se quedó mirándome, como esperando a que yo señalara la ironía. Pero yo era demasiado nuevo en Nueva York como para meterme en ese berenjenal. Además, llevaba una gorra que decía “Fuck you you fucking fuck”, así que supe que nos íbamos a llevar bien.
En algún momento, me levanté para ir al baño y en el camino de vuelta topé con otra de las particularidades del 169 Bar. En medio de la sala, junto a una columna cerca de la barra, hay una fuente de agua con vasos. Me pareció una buena idea y, en este país, un raro ejemplo de servicio público gratuito que no podía desaprovechar. Cuando estaba rellenando mi tercer vaso, una chica alta, rubia y de ojos azules vino a por algo de agua y, definitivamente, me convenció de que la vida en Nueva York es una película cuando dijo, en un español casi perfecto:
—”He oído que ustedes están hablando español, ¿cierto?”
Olvidé de improviso mi lengua materna y contesté algo como “Yes? Yes. Quiero decir sí”. Hablamos un poco. Me dijo que su nombre era Ariana, elogié su dominio del español y le dije que me acababa de mudar a Nueva York y que era mi primera noche. Preguntó que qué tal estaba siendo. Le dije que genial, y mejorando por momentos. Ella se rió, yo me reí, y la invité a venir a hablar con nosotros. Ella dijo que le encantaría, pero que ella y sus amigas se iban ya. “Pero aquí está mi teléfono”, y lo apuntó en un trozo de papel. “Encantada de conocerte”, dijo antes de beber el último trago de agua y dirigirse a la puerta, donde la esperaban. Bueno, al menos así es como yo recuerdo la conversación.
De vuelta en nuestra mesa, encontré a mis amigos enzarzados en una discusión sobre autenticidad. Jorge decía que él no puede respetar a la gente que no vive los valores que predican. Por ejemplo, le es imposible disfrutar de verdad a un artista si no simpatiza con su visión del mundo. Steve se mostró de acuerdo, a no ser, claro, que el artista fuera “la ostia”. Javi no lo tenía claro. Yo me había olvidado mis valores en la fuente.
—No tenéis ni puta idea, chavales.
¿Quién ha dicho eso? Yo estaba preparado para la pelea, pero cuando nos giramos hacia donde venía la voz, solo vimos a un hombre mayor, con melena y muy delgado, bebiendo solo. En su mesa sólo había papel, boli y una Guinness. No estaba dispuesto a callarse.
—Es fácil vivir tus valores si lo que estás vendiendo es alguno de esos rollos de amar al prójimo, qué bello es vivir, amigos para siempre y demás bobadas. Solo tienes que comportarte, reciclar, no ir mucho a McDonalds, y soltar algo de pasta a una ONG de vez en cuando. Pero, ¿qué pasa si toda tu jodida marca personal se basa en convencer al mundo de que eres un completo hijo de puta, la mismísima reencarnación de Satán? Eso es lo difícil, chavales. Entonces tienes que estar haciendo locuras constantemente. Tienes que fumar, beber, follar, engañar, insultar, destrozar cosas. Concentrarte en ser un cabrón ¡todo el rato! ¿Sabéis lo que cansa eso? ¿Lo malo que es para el colesterol? Y aún siempre viene algún mamarracho a decirte “oh, Mick, tengo todos tus albums”, “oh, Mick, quiero ser como tú”. ¡Que te jodan! Es demasiado. A veces desearía que hubiéramos sido más del rollo love is all you need, como esos tipos. Bueno, no como esos tipos, no como esos niñatos, pero ya me entendéis, el tipo blandengue, paz y amor, el yerno ideal. Bah, no me hagáis caso, estoy harto, eso es todo.
Yo no sabía bien cómo interpretar esta diatriba, pero Jorge parecía emocionado. Hablaba con Javi y ambos miraban al hombre.
—Tío— dijo finalmente—, Mick no será Mick Jagger, de los Stones?
—¿Qué pasa, tú también quieres ser como yo, no?
—Perdona, solo me preguntaba qué hacías aquí.
—Bueno, y ¿qué haces tú aquí?— respondió el viejo— Yo solo intentaba beber a gusto y escribir un poco, cuando habéis empezado a hablar esas tonterías. Sabéis, este solía ser un buen bar donde estar tranquilo y respirar un poco de rock and roll. Ahora solo hay niñatos y hipsters. Pero bueno, eso es ya toda la ciudad, ¿no?
Para celebrar nuestro encuentro y convencerle de que no éramos unos niñatos, Steven insistió en que todos tomáramos unos chupitos de tequila. Recibimos a Mick en nuestra mesa. Nos contó que estaba escribiendo las letras para su nuevo álbum en solitario Via Crucis, un intento de dejar atrás sus tiempos de satánica majestad, con temas como El Diablo se va de vacaciones o ¿Podré perdonarme? La verdad, todo lo que tenía hasta ahora era indigerible. Él se daba cuenta y, cuanto más evidente era, más se cabreaba, y más incapaz era de escribir canciones dulces. Después de unos cuantos chupitos más, todos acabamos cantando All you need is love, con Mick haciendo una imitación poco políticamente correcta de Yoko Ono.
Poco después, el personal del bar empezó a perder la paciencia con nosotros. Es cierto que eran las cuatro y media y éramos los únicos clientes que quedaban. Nos pidieron amablemente que nos fuéramos, dos veces, y luego nos lo pidieron una vez más. Unos veinte minutos después, consiguieron cerrar la puerta detrás de nosotros. No creo que estén muy molestos, pero por si acaso esperaré una semana para volver.
Ya fuera, hice a Mick la pregunta que me estaba consumiendo toda la noche. ¿Cómo demonios había conseguido que le pusieran una Guinness, si a mí me decían que solo había PBR? Aún puedo oír su respuesta:
—Esto es Nueva York, chaval. Nadie va a darte lo que quieres, tienes que cogerlo.
Entonces me acordé. Busqué en mi bolsillo. Luego en el otro bolsillo, y en todos los demás. Perdido. El papel con el teléfono de Ariana, lo había perdido. Pero yo tranquilo, no me preocupé. Esto es Nueva York: seguramente me encontraré con ella por casualidad, paseando un domingo por la tarde junto al río. Le preguntaré si se acuerda de mi, del Bar 169. Ella dirá que no y echará mano de su spray de pimienta. Le diré que perdón, que la habré confundido con otra persona. Ella se alejará, comprobando que no la sigo. Yo me sentaré en un banco a escuchar a Gershwin y ver el atardecer hasta que salgan los créditos.

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