#1 Un día en Nueva York
- Dani Mora
- 1 jun 2020
- 5 Min. de lectura
Ayer fui a dar un paseo por la ciudad. Ahora me siento una especie de delincuente solo por decirlo, pero fue la leche. No se lo dije a nadie. Para evitar miradas acusadoras, me levanté temprano y cerré la puerta de casa cuidadosamente. Fue un paseo perfectamente normal excepto por una cosa: esa ciudad por la que yo andaba no era Nueva York. Nueva York tiene calles colapsadas y aceras abarrotadas, en las que más que andar hay que luchar. Nueva York ruge. Esta ciudad por la que yo andaba ayer estaba vacía. No vacía como una ciudad con movimientos restringidos, sino vacía como en una película de apocalipsis zombie, como si todo el mundo hubiera ido a una fiesta a la que no me habían invitado. Ni un alma. Una ciudad inquietantemente silenciosa. Ni siquiera olía mal.
Empecé mi paseo haciendo algo que siempre había querido hacer. Dar de comer a los patos en Central Park. Sé que esto es algo que podría haber hecho antes, pero no quiero que la gente piense que soy de esa gente que se dedica a dar de comer a los patos en Central Park. En ausencia de seres humanos, los patos habían recuperado su comportamiento natural y los encontré sentados en torno a una mesa discutiendo sobre constructivismo social. Empecé a lanzarles trozos de pan. Esto pareció descolocarles. Uno de ellos declaró que las migas de pan eran un mecanismo de opresión humana, y por tanto debían ser rechazados a toda costa. Se oyeron cuacs de aprobación. Otro señaló que, en todo caso, las migas debían ser apropiadas y resignificadas como símbolo del empoderamiento del pato/pata. Además, añadió, éstas eran integrales. Dejé el resto del pan y me fui. Nunca pensé que fuera tan difícil.
Del parque fui a la Morgan Library, la antigua biblioteca del magnate de la banca. Ya había estado allí algunas veces, pero ahora, por primera vez, la encontré completamente desprotegida. Fui directo a robar una Biblia del siglo XIII en gaélico en la que me había fijado la última vez. Tal como sospechaba, dentro había escondido un ejemplar de Playboy. Al menos, también estaba en gaélico, donde todas las palabras suenan guarras y los orgasmos duran el doble. Entonces, pensé que estar allí solo era una oportunidad única para comportarme como un auténtico gilipollas en una biblioteca pública. Empecé susurrando durante unos minutos, primero bajito, luego algo más alto. Después me soné la nariz de forma molesta y estornudé sin taparme la cara (!). Probé a golpear la mesa con los dedos al ritmo de cumbia. Después pasé a cantar. Al principio, canciones de amor tradicionales gaélicas como Mo Shoraidh Leis Na Fuar-Bheannan. Después, seguí con clásicos modernos de la talla de Double Dropping Yokes with Eamon de Valera. Finalmente, como es tradicional en Irlanda, cambié todas las letras por insultos. En este punto, incluso a mí me pareció un poco demasiado ofensivo, ya que, en realidad, la familia Morgan procede de Gales, no de Irlanda. Exhausto, encendí un cigarro y observé los dos enormes retratos de John Pierpont Morgan que presidían la estancia. Podía ver en sus ojos que el buen filántropo estaba dispuesto a renunciar a su bien ganada Eternidad por tan solo cinco minutos de patear mi culo en carne y hueso. Era el momento de marcharme. Pero antes, tomé algunas fotos con flash.
A continuación, me dirigí al Edificio Chrysler. Fui a mi oficina en la planta 44, pero tuve mucho cuidado de no hacer nada de trabajo por accidente. Las puertas estaban abiertas y allí no había nadie; es decir, como cualquier martes por la tarde. Los ordenadores estaban todos en su sitio pero, desgraciadamente, no había ni rastro de papel higiénico. En realidad, yo solo había ido allí para comprobar si el aguacate que dejé madurando en la nevera todavía estaba allí (lo estaba), pero, de paso, me puse una taza de café y fui a mirar la ciudad desde la ventana del jefe. Allá abajo no vi coches, ni obras. No se oían gritos ni cotilleos. Solo rascacielos solitarios y una bandada de patos comentando La Montaña Mágica de T. Mann. Por miedo a posibles spoilers, cerré la ventana y me marché.
Fui hacia el sur por parque de High Line, sobre la vía del tren. Allí tampoco había ni un alma, aunque sí estaba lleno de runners. Tardé una hora en llegar al Chelsea Market, donde encontré todas las tiendas abiertas, pero completamente abandonadas. Me serví a mí mismo tres tacos, un bagel y una botella de vino. Me dejé solo un 10% de propina, y después me sentí fatal por ello. En realidad, esos tacos merecían un 18%: auténticos y ligeros. Menos mal, porque allí tampoco había nada de papel higiénico.
Antes de irme del barrio, me colé en el Hotel Chelsea, templo de glorias artísticas del pasado. Adomilado tras la comida, me eché una buena siesta en el que, seguramente, era el mismo colchón que Leonard Cohen y Janis Joplin compartieron una noche mágica en 1968. O uno comprado en el mismo lote, al menos. En el baño, el único papel que encontré fue una versión inacabada de Mi Carro en versión psicodélica.
Desde allí, me dirigí a un fantasmagórico Comedy Cellar, la Meca de la comedia neoyorquina. Con público o sin él, tenía que encender algunos focos y subirme al escenario a probar algunos de mis chistes. Empecé con la parte de los patos eruditos discutiendo a Freud. Conté también cómo, digas lo que digas, el gaélico suena como si estuvieras masticando el dedo pulgar de un inglés. Hasta hice mi rutina completa sobre silencios incómodos. Fue terrible, nada funcionaba. En esas situaciones, intento buscar una cara aleatoria amable entre el público, que se ría o finja hacerlo. Entonces, hago como que esa cara representa a toda la audiencia. Aquí no la encontré, así que me entró un ataque de pánico, y lloré un poco. A pesar de todo, no fue mi peor noche. Simplemente, creo que no era el público adecuado para esos chistes.
Seguí andando en dirección downtown hasta llegar a Wall Street. Siempre había querido visitar la Bolsa, así que subí las escaleras, empujé la puerta y ¡ahí estaba! Me pareció muy diferente a lo que se ve en televisión. Más minimalista. Ordenadores, teléfonos y pantallas habían desaparecido, aunque algunos los habían dejado a medio arrancar. Habían olvidado llevarse las luces, así que encendí algunas y husmeé un poco por ahí. Así descubrí que, incluso en su hora más oscura, las mentes más preclaras de este país habían conseguido solucionar a la vez la ausencia de papel higiénico y el crash de las acciones de aerolíneas con un solo golpe de genialidad.
Por último, me dirigí al muelle para embarcar en el ferry hacia mi destino final: Liberty Island, hogar de la Estatua de la Libertad. Fue un bonito viaje, tomé un par de fotos del skyline para instagram. Ahora que lo pienso, no recuerdo quién conducía el barco, pero ¿recuerdas tú quien conducía el último ferry que cogiste? Lo suponía. Llegué al pie de la solitaria estatua y me dirigí a su cabeza. Al final de los trescientos setenta y siete escalones, por fin encontré lo que llevaba todo el día buscando: un cuarto de baño bien surtido. Solo, en la mismísima corona de América, miré por la ventana hacia la masa de agua, tierra y metal que se extendía ante mí. Hacia esa ciudad que pretendía ser Nueva York, pero que no sonaba, reía, juraba, apestaba y brillaba como Nueva York.

Comentarios