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#4 McSorley’s

  • Foto del escritor: Dani Mora
    Dani Mora
  • 15 ago 2020
  • 12 Min. de lectura

Un peregrino en busca de catarsis probablemente no daría con sus cansados huesos en Nueva York. Roma, Compostela, la Meca, o Jerusalén, quizá, pero no Nueva York. Sin embargo, eso depende de dónde encuentre uno sus dosis de trascendencia, compañía e iluminación. Si es detrás de una barra y al fondo de un vaso, Nueva York es el Vaticano y McSorley’s es el mismo San Pedro.

Encontré McSorley’s Old Ale House en la calle siete, entre la segunda y la tercera avenida. Habría sido un auténtico shock no encontrarlo, ya que lleva allí más de 160 años. Tenía exactamente el tipo de fachada oscura y sin pretensiones que yo había imaginado. Junto a la puerta, un cartel: “estábamos aquí antes de que nacieras”. Yo no llevaba sombrero, pero ante semejante aviso me lo quité de todas formas.

El interior de McSorley’s es algo así como celebrar una fiesta en el salón de mi abuela. Mesas de madera gastada, pequeñas jarras medio llenas de cerveza por todas partes y paredes cubiertas de retratos de gente muerta. Hay tal variedad de objetos e imágenes en las paredes que solo ellos justifican una visita al lugar. Hay un desnudo de mujer con un loro, versión tabernera de La maja desnuda. Una serie de pinturas que representan el pub en otros tiempos. Los retratos de John F. Kennedy y Teddy Roosevelt, junto a muchos otros de clientes históricos y viejos irlandeses. Y, claro está, los retratos de John McSorley y su hijo Bill, que abrieron el salón allá por los años 50. Mil ochocientos cincuenta.

Había llegado temprano, así que el bar estaba a medio llenar. Había algunas mesas libres, pero yo siempre he sido más de la barra. Solo en ella puedes disfrutar del anonimato a la vez que entras en comunión con el resto de bebedores, simplemente compartiendo punto de apoyo.

—Buenas tardes. Una cerveza por favor.

—¿Rubia o negra? —, preguntó el camarero, un tipo alto, con mostacho, pequeñas gafas redondas y limpia camisa blanca.

 —Err… rubia, por favor.

Segundos después, el barman regresó con dos pequeñas jarras llenas de cerveza. En realidad, mitad cerveza y mitad espuma.

—Disculpe, solo le pedí una cerveza.

—Eso es una cerveza.

—Pero, ¿no se calentará?

—Bienvenido a América.

Era la primera persona que me daba la bienvenida formalmente al país, y miento si digo que no me emocioné un poco. Sin embargo, da igual cuánto tiempo viva aquí y cuántos perritos calientes incorpore a mi dieta: hay límites. No voy a beber cerveza caliente. No soy un salvaje.

Había un hombre apoyado en la barra a un par de metros de mí. Parecía divertido con mi pequeño intercambio con el camarero. Era alto y delgado, vestía pantalones negros y una camiseta blanca de Levi’s con una camisa de cuadros abierta sobre ella. Aparentaba en torno a los treinta y tenía una frondosa barba pelirroja. Su vaso estaba vacío, así que intenté ser sociable.

—¿Quieres una de las cervezas? Si no se me va a calentar.

Su primer impulsó pareció ser el de condenar mi herejía, pero enseguida sonrió —esa sonrisa que te saca un niño estúpido pero inocente— y agarró uno de los vasos.

—¡Salud! Y perdona a Bill. El pobre no es muy diplomático. —dijo señalando al barman— Por cierto, se dice Ale.

—¿Qué?

—No cerveza. Ale. Dicho así: “eil”. Y no hace falta que la bebas fría, ¿sabes? Antiguamente, algunos parroquianos hasta la ponían junto a la estufa hasta que estaba tan caliente como el café.

—Creo que no es lo mío. Pero entonces, ¿llevas viniendo mucho tiempo por aquí?

—Bastante tiempo, sí. Supongo que podría decir que es mi bar de toda la vida.

—¿Ha cambiado mucho el lugar en todos estos años?

—Oh, claro. Siempre está cambiando. Cuando empecé a venir era más familiar, del barrio. Luego empezó a venir toda esa gente extraña.

—Entiendo. Muchos estudiantes y todo eso, ¿no? — pregunté.

—Sí, estudiantes. Llegaron porque era barato y se quedaron por el espíritu del lugar. Y luego vinieron sus hijos, sus nietos…

—Ah. Y luego los modernos, los hípsters, los yuppies, ¿no?

—Oh sí, los modernos. Con su música esa del demonio. ¿Cómo se llama? Ah sí, el rock and roll ese.

—Aham. ¿Muchos extranjeros también?

—Uh, claro, extranjeros. Recuerdo cuando llegaron los italianos. Vaya jaleo. Y claro, cuando llegaron las mujeres ya fue el acabose.

—¿Cómo?

—Las mujeres, digo. La cosa era más simple cuando ellas no estaban.

McSorley’s fue uno de los últimos bares de Nueva York en permitir entrar a las mujeres, después de ser obligad a ello por un juez. Ocurrió en 1970. Durante los 116 años anteriores, el camarero escoltaba amablemente hasta la puerta a las pocas aventureras. “Lo siento madam, no servimos a señoras”.

—¿De verdad? — pregunté. No sé si preguntaba si la cosa era de verdad más simple o si de verdad lo estaba diciendo.

—Oh, claro. Y no es que a veces no me dieran un poco de pena. Recuerdo la tarde que vino aquella señora “feminista”, como las llaman ahora. Llevaba puesta una gorra, chaqueta larga, cigarro en la boca, pelo recogido. El clásico hombre, vaya. Se acercó a la barra, pidió una Ale y el bueno de Bill va y se la sirve. ¡No se dio cuenta de nada! Entonces ella se descubrió, gritó algo sobre no sé qué de la igualdad de derechos, y se marchó toda acalorada. Bill entró en cólera. Durante semanas no hablaba de otra cosa. En el fondo es un buen tipo, así que no reproduciré lo que decía de ella, pero no era bonito, eso te lo digo. Eso sí, aquí entre tú y yo: yo estaba ese día aquí, cerca de donde estamos ahora, y la señora pasó casi junto a mí. El disfraz podía ser bueno, pero el olor la delataba. No es que oliera a perfume ni nada de eso. Es que no olía como nosotros. Era esa falta de olor lo que la delataba. Y escucha: Bill podía oler un queso podrido desde el otro lado de la barra. ¡Menuda nariz tenía! Vaya, que tal vez esa tarde andaba resfriado, o tal vez lo olió y sirvió el trago de todas formas, para crear un poco de drama. Bill era callado, pero también le gustaba mantener entretenido al personal. Con esa escena nos dio conversación durante meses.

—Pero, ¿cuándo fue esto?

—Déjame ver. Es difícil de decir. Después de la guerra, desde luego. Bueno, pero antes de la segunda. Estoy casi seguro de que fue en los años 20.

Mi cerveza —digo, mi ale— hacía rato que se había acabado, ya que había resultado ser casi toda espuma. Pedí otra, negra esta vez. Mi interlocutor hizo lo mismo, así que pronto el camarero volvió con cuatro jarras de cerveza.

—Bueno, menos mal que aquello cambió— dije, intentando no estirar el tema.

—Ya imaginé que dirías algo así. Pero eso es la edad. Ojo, no digo que estar solo rodeado de hombres sea genial. Los hombres pueden ser muy duros unos con otros, hasta compartiendo una barra. Por ejemplo, en los tiempos de guerra. A veces, el cabrón de Bill ponía la radio con las noticias del frente. Sospecho que lo hacía como una forma de avergonzar a los más jóvenes para que se alistaran. El tipo era un patriota, aunque no creo que estuviera considerando el asunto desde el punto de vista empresarial.

—¿Cómo es eso?

—Bueno, la guerra no es buena para este negocio. De vez en cuando, cuando llegaban malas noticias de Europa o del Pacífico, algún entusiasta bebía su ale de un trago, golpeaba la jarra contra la mesa y gritaba algo como “¡Bueno, si nadie aquí es tan hombre como para hacer lo correcto, supongo que tendré que ser yo!”. Se levantaban y se iban a la oficina de reclutamiento. O eso pensábamos, vaya. Algunos volvían en un par de semanas, pedían una jarra, escondían la cabeza en la barra y nunca volvían a mencionar el asunto. Pero bueno, muchos de hecho acabaron alistándose. Para los que volvieron, nunca volvió a ser lo mismo. Muchos empezaron a ir a otros bares, porque McSorley’s no vende ningún tipo de licor fuerte, y esta vieja ale simplemente no era ya suficiente para ellos. Así que, a medida que pasaron las guerras, la dirección del establecimiento se fue volviendo cada vez más pacifista.

—¿Qué pasó contigo? ¿Llegaste a alistarte?

—La verdad, yo soy uno de los que se acobardó. No estoy orgulloso, pero ea.

—¿Para cuál de ellas?

—Para todas, la verdad. Bueno, casi fui a combatir a los alemanes una vez, pero me dio una gastroenteritis el día antes de ir a firmar. Algo que comí. Después de eso, supongo que yo también me volví pacifista. Cuando has vivido suficiente te das cuenta de que son todo intereses y propaganda. Después de todo, ¿qué mal me han hecho a mí los vietnamitas?

—Oh, ¿así que también tuviste tus años hippies?

—¡Por supuesto que no! ¿Crees que me hubieran dejado entrar aquí si así fuera? Bill no traga a los hippies.

—¿Y eso? ¿Era muy conservador?

—No lo tengo claro, la verdad. Pero no creo que la política tenga nada que ver. Aquí, la opinión más popular era la de meterte en tus propios asuntos, y dejar en paz a los demás. Republicano o demócrata, no significaba mucho para nosotros. Las elecciones locales siempre eran muy esperadas, eso sí, porque los candidatos irlandeses siempre pasaban por aquí e invitaban a unas rondas. La única vez que recuerdo a la parroquia cabreada de verdad fue cuando dispararon a Kennedy en Dallas. A muchos de ellos ni siquiera les caía bien. Demasiado petimetre, supongo. ¡Pero era uno de nosotros, caramba! Así que cuando Bill vino con el retrato y lo colgó ahí, nadie dijo ni mu.

—Hubiera sido un poco insensible, ¿no?

—Tal vez. Pero vaya, cuando dispararon al otro presidente en el Teatro Ford, un cliente, un hombre que había luchado en Gettysburg, apareció con un retrato e intentó colgarlo. El salón estaba entonces nuevo y las paredes casi vacías. No veas la que le cayó. Todo el mundo se negó, Bill incluido. Es decir, todos estábamos de acuerdo en que ir por ahí disparando a presidentes está mal. Pero ¿quién le mandaba a husmear en los asuntos del Sur, en cualquier caso? ¡Y el tipo ni siquiera era católico!

—¿Qué me dices de este de Teddy Roosevelt, entonces? ¿No era protestante?

—Oh, pero ese sí que era un hombre hecho y derecho. Simplemente, nos gustaba brindar a su salud.

Se había acabado ya sus dos jarras y yo las mías, así que pedí otras dos ales. Él hizo lo mismo, así que pronto el camarero volvió con ocho jarras de cerveza. Yo estaba empezando a ver fallos a su historia. Como que todos los camareros se llamaban igual. Pero entiendo que, cuando llevas tanto tiempo en un sitio, ya ni te molestas en adaptarte a los cambios. En cualquier caso, yo tenía poco que decir, así que seguí preguntando.

—Y ¿qué me dices de la era de la Prohibición? ¿El bar siguió abierto? ¿Cómo sobrevivió?

—Chaval, ese fue el mejor de los tiempos. Los Años Dorados. Al principio estábamos un poco asustados, es verdad. Creíamos que la cosa iba en serio. Pero claro: esto es Nueva York, ¿sabes? No uno de esos beaterios de Nueva Inglaterra o el Mississippi. Quiero decir, aquí también somos ciudadanos temerosos de Dios, pero ¿qué narices tiene Dios que ver con el bebercio? Bueno, la cuestión es que hubo un poco de histeria cuando las autoridades cerraron la fábrica que hacía nuestra ale. Pero entonces un tal Kelly apareció, recién llegado del Bronx, asegurando que él podía producir unos tres mil litros de ale a la semana. Se instaló en el sótano de la taberna, y pidió a los clientes que le trajeran cualquier recipiente grande que pudieran encontrar, como cubos o bañeras viejas. Alguno de los más incondicionales no pudo bañarse en toda la Prohibición. Pero mereció la pena: en unas semanas, Kelly estaba produciendo casi el doble de lo prometido.

—Y la policía, ¿no decía nada?

—A ver, un policía es policía unas ocho horas al día, ¿no? Y ¿sabes qué es el resto del tiempo? Exacto: un irlandés sediento más. Claro, cuando alguna de las bañeras se pasaba de hervor, Bill les dejaba tirar todo el contenido por la alcantarilla, con una gran parafernalia. Bill salía a la calle y les llamaba cerdos, invocaba a la Libertad, los Padres Fundadores, a San Patricio y al mismo Papa. Un rato después, los policías volvían a entrar sin hacer mucho ruido y él les sacaba unas jarras y unas cebollas.

—Y la gente de fuera, ¿notaban que en el bar se seguía bebiendo?

—¿Que si lo notaban? ¡Toda la ciudad estaba bebiendo! No creo que haya habido un momento en la historia de esta ciudad en el que se haya bebido más. Es cierto que alguna gente dejó de ir a los bares. Pero para los que se quedaron, beber se convirtió en una cuestión personal, una cuestión de identidad. Tenían que beber para demostrar que si todo el país se había vuelto una pandilla de meapilas, bien por ellos, pero que Nueva York seguía siendo Nueva York.

—Suena divertido.

—¡Vaya si lo era! Con toda la gente aburrida fuera de los bares, los que se quedaron se soltaron la melena. Y claro, una vez rota una ley estúpida, es más fácil romper otra. No aquí con Bill, claro, el tipo es chapado a la antigua de verdad. Pero una vez, después de cerrar, lo llevamos con nosotros a un speakeasy, y el lugar estaba lleno de mujeres solteras y raritos. Al día siguiente, Bill hablaba de dejar de vender alcohol, obedecer la ley… ¡Hasta cerrar el bar! La depravación en esta ciudad había ido demasiado lejos, decía. Hasta llegó a ordenar a Kelly que parara toda la producción del sótano. Estábamos asustados de verdad. Pero esa noche, cuando apurábamos las que creíamos que eran las últimas ales de McSorley’s, ocurrió algo que no se me olvidará nunca. El retrato del Viejo John, el padre de Bill, ese que cuelga allí, se cayó del muro y fue a dar en la cabeza del pobre Bill. Por supuesto, el miedo de Bill a la condenación eterna no era nada comparado con el miedo a su viejo, así que enseguida bajó las escaleras y puso a funcionar las bañeras a todo trapo.

Eché un vistazo al retrato. Desde luego, el Viejo John no parecía alguien a quien quisiera contrariar. Incluso en esas paredes llenas de imágenes y cachivaches, su figura dominaba toda la habitación. Da igual donde te sientes, siempre te está mirando. Y nunca, nunca, le caes bien. Acobardado, pedí cuatro jarras más, o dos cervezas, o dos ales. Desgraciadamente, mi compañero hizo lo mismo, y me perdí contando las jarras que llegaban.

—Pero— dijo el hombre— ¿quieres saber lo que de verdad le pasaba a Bill? ¿La razón de todas sus manías y sus extrañas performances? Estaba siempre muy inseguro sobre algo. Algo que le atormentaba cada día que pasaba detrás de esa barra.

Se acercó a mí, aguantando la respiración y susurrando a mi oído:

—No le gustaba la cerveza.

Puse cara de entender lo que eso implicaba, cosa que no hacía en absoluto.

—Sí.— siguió, en voz algo más alta— Trabajó cada día de su vida intentando ocultar que no le gustaba la mismísima sustancia de la que estaba rodeado. Bueno, gustar no es la palabra. La detestaba. Le ponía enfermo. La intentó probar muchas veces, al parecer, pero no hubo manera. Y claro, vivía aterrotizado de que los clientes se enteraran. Siempre tenía por ahí una jarra a medio llenar, para si alguien trataba de invitarle, poder decir que ya tenía una. Pero claro, todos lo sabíamos. Simplemente, no queríamos preocuparle, así que nadie le dijo nunca nada.

—No entiendo, ¿qué hay exactamente de problemático en que no le gustara la cerveza?

Me miró largamente, más confundido que ofendido.

—¿Cómo qué hay de “problemático”? Esto es una cervecería. Una alehouse. Es para eso para lo que uno viene aquí. ¿Para qué ibas a ir a una iglesia si no crees en Dios? Ahora, piensa que eres, de hecho, el cura. Entonces, si no te gusta la cerveza, esto es, si no crees en Dios, estás engañando a toda esa gente. Eso es lo que Bill debió pensar siempre. Culpa, era pura culpa lo que sentía. Pero, ¿quieres saber lo que pienso yo? Pienso que Bill consagró su vida a la cerveza, y el hecho de que no la soportara hace ese sacrificio aún más admirable. ¿Para qué necesita un cura creer, si cuida de su rebaño y lo guía en la buena dirección?

No estaba seguro de haber entendido, pero me gustó la metáfora. Antes de darme tiempo a responder, el hombre se levantó y dijo que se tenía que ir, un placer conocerte chaval, nos veremos por aquí. No llegué a preguntarle el nombre. Antes de irse, eso sí, hizo una señal al camarero del bigote.

—Bill, hazme el favor, ponle otra ale a mi amigo— dijo, y dejó unos arrugados dólares sobre la mesa.

Solo de nuevo en la barra, miré alrededor. El local ya estaba lleno. Mujeres y hombres de todas las edades abarrotaban las mesas y luchaban a codazos por unos centímetros de barra. La atmósfera se había vuelto mucho más pesada y el tremendo ruido dificultaba oír hasta los propios pensamientos. En el muro que tenía al lado, vi una copia del ejemplar del New Yorker de 1940 en que Joseph Mitchel diseccionaba este viejo bar irlandés:

(…) Para un devoto de McSorley’s, los otros bares de Nueva York pueden ser estresantes. En McSorley’s es posible relajarse. El latido de los viejos relojes tiene efectos sedantes. El espeso y acuoso olor es un bálsamo para los nervios. Un interno de una institución cercana dijo una vez que, para ciertos estados de agitación mental, el olor de McSorley’s era más beneficioso que el psicoanálisis, las pastillas, y la oración. (…)” 

Quizá los tiempos cambian, pero quizá no. Quizá el tiempo, como los sentidos humanos, funcionan de forma diferente en lugares como McSorley’s. Sea como fuere, el camarero llegó con dos jarras rebosantes de espuma. ¿Será este el mismo Bill? Sigo sin saberlo, pero empecé a beber una jarra por él, y otra por todos los Bills del mundo.

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