Crónicas del lobby (I): por un puñado de langostas
- Dani Mora
- 20 nov 2021
- 7 Min. de lectura
En este blog nunca hablo de mí. O, mejor dicho, lo hago todo el rato, pero solo de lo que me interesa. Por eso esta vez quería hablar de lo que me permite dedicar parte de mi tiempo a escribir estupideces y a la vez, acaso por suerte, impone límites a esta misma actividad. Hablo de mi trabajo.
Trabajo como lobista. Bruselas es para los lobistas como imagino que Hollywood es para los camareros: nadie sueña con mudarse allí para eso, pero es lo que muchos acabamos haciendo. Para explicar su trabajo, el lobista suele decir que se dedica a representación de intereses. Ya habrán oído que el mundo está gobernado por “grandes intereses”, pero lo cierto es que los intereses no escriben emails ni descuelgan el teléfono. Para eso nos necesitan a nosotros.
En general, la vida del lobista no es muy agradecida. Hay días en que trabajo todo el día para conseguir apenas elevar un miligramo la cantidad de mercurio que puede haber en vuestra agua potable (yo desde que llegué a Bruselas bebo embotellada), o para deforestar unas míseras hectáreas más de la Amazonia. Sin embargo, esta semana me siento de verdad realizado, sabiendo que he contribuido a la innovación y al progreso. A hacer, en definitiva, de Europa un lugar mejor. En términos gastronómicos, al menos. Hablo de toda una revolución en nuestra alimentación, de un paso decisivo para la reducción de nuestra dependencia de la carne y nuestra huella de carbono. Todo por algo tan aparentemente insignificante como introducir un pequeño monstruo volador en nuestras despensas.
Si son aficionados a ojear el OJEU, no habrán pasado por alto un reglamento (técnicamente un “acto de ejecución”) publicado esta semana que autorizaba la venta en la UE con fines alimentarios de “formas congeladas, secas and molidas de Locusta migratoria”, conocida fuera de ambientes pedantes como langosta migratoria. Hace unos meses recibí un email de mi jefe encargándome mi primer trabajo en solitario. Una start-up holandesa dedicada a vender snacks molones y sostenibles producidos a base de insectos estaba teniendo problemas para conseguir que la Comisión Europea aprobase la comercialización en la UE de su nuevo producto: bocaditos de langosta. La empresa quería contratar a mi consultora para allanarles el camino.Por un precio ajustado a sus necesidades me consiguieron a mí, la única persona en la cadena de emails que no podía negarse. Revisé el material con un pequeño nudo en el estómago. No sabía si quería vivir en un mundo de escolares comiendo fritos de langosta en el recreo. Pero recordé que esa no es la clase de preguntas que un lobista debe hacerse y me puse a trabajar.
Durante algunas semanas, mis compañeros me miraban con interés y hacían comentarios, sospecho que jocosos, sobre el caso de las langostas. El cliente nos mandó algunos de sus snacks como muestra de buena fe y durante algunos días mi mesa era un ir y venir de gente asomándose a ver los boles con grillos, gusanos y langostas. Para ser justos, estaban tan procesados que costaba distinguirlos de uno de esos cacahuetes con miel, pero aun así la expectación pronto se disipó y los boles siguieron llenos.
A priori parecía un caso sencillo. Los actos de ejecución son actos legales de segundo orden que no siguen el proceso democrático en toda su farragosa longitud. Los aprueba la Comisión previa aquiescencia de un comité del Consejo, en que están representados los países miembros. Esto —y no una religión New Age— es lo que se conoce en Bruselas como comitología. Sin embargo, este proceso abreviado no impide que los intereses en juego se hagan valer. Y, según aprendí en esas semanas —y como sucede un poco con todo en Europa—, hay mucha más gente que tiene problema con comer langostas de la que al principio uno se imagina.
El primer paso era sondear a los Estados miembros. Como lobista, no dejo de sorprenderme de cuánto de nuestro trabajo consiste en averiguar quién lleva un determinado tema en este o aquel país o partido político. Gasté un par de semanas en averiguar quién era el tío o tía de las langostas de cada país en Bruselas, pero finalmente tuve una composición de lugar. A los holandeses los teníamos en el bolsillo. La empresa era holandesa y, además, el ministro de Agricultura era de los Verdes y no comía ningún animal con esqueleto interno. Alemania y Austria estaban abiertos a la idea y hasta la veían como una fresca novedad para su gastronomía nacional. Los países de Visegrado (Hungría, Polinia y demás) estaban de acuerdo siempre que las langostas fueran europeas y no asiáticas o africanas. A otro grupo de países el asunto les era indiferente y me pedían por favor no volverles a escribir con estas cosas.
El primer gran escollo resultó ser Francia. Al contactar con su Representación Permanente temí dar con algún connaisseur gastronómico preocupado con la degeneración de la dieta occidental. Sin embargo, encontré a mi interlocutora muy comprensiva. Me dijo que no me preocupara, que el Gobierno de la República no tenía nada en contra de las langostas, que su actual retención del acto legislativo solo era un procedimiento rutinario en estos casos, une pratique courante. En cuestiones gastronómicas, era política del Estado francés no dejar aprobar nada sin obtener antes de la Comisión el compromiso del reconocimiento de una Appellation D’origine Contrôlée, osease, una Denominación de Origen. Tan pronto como los otros Estados consintiesen, Francia daría su apoyo. Le dije que no sabía que en algún lugar de Francia había una producción especial de este insecto, extendido por los cinco continentes y capaz de viajar miles de kilómetros. Ella contestó que tampoco lo sabía, pero que ya encontrarían uno.
El segundo gran obstáculo resultó ser Suecia. No entendí porque un país donde sería difícil ver langostas la mayor parte del año tenía una opinión tan fuerte sobre ellas, hasta que conocí a su hombre en el comité responsable. Mr. Osman, el joven funcionario sueco, se había criado en Suecia pero su familia era de Somalia. Su padre, respetable comerciante en Estocolmo, todavía contaba cómo enormes enjambres de langostas habían destrozado varias veces los cultivos de su familia. ¿Cómo le explicaría a su padre que ahora los europeos querían ponerse a criar langostas en masa para comérselas? Intenté explicarle que no debemos confundir la langosta migratoria europea, Locusta, con la terrible langosta del desierto Schistocerca gregaria. Osman no compró este argumento, consecuencia sin duda de la eliminación unas décadas atrás, por parte del gobierno sueco, del griego y el latín del currículum de la ESO. Sopesé decirle que si no pensaba que sus antepasados habían podido comer langostas en alguna ocasión, cuando estuvieran de temporada. O que si no creía que comérnoslas era un acto de justicia poética contra este antiquísimo enemigo de la Humanidad. Pero sospeché que podía herir su sensibilidad. En lugar de eso, saqué una de las bolsitas de bocaditos de langosta caramelizada que me había mandado el cliente, y le dije que si quería probar. Para mi sorpresa, alargó la mano sin ninguna ceremonia y se metió varios trocitos en la boca. Se quedó pensando, murmurando algo en sueco y, finalmente, dijo que no sabía tan diferente de las albóndigas de IKEA. Quedó en consultarlo con su padre y volver a llamarme.
Solo un país se interponía ya en la aprobación y por suerte o desgracia era España. La razón no era nada aparente y me costó dar con ella. Pensé que podía haber nebulosas razones culturales, o tal vez la industria cárnica preocupada por la futura competencia. Pero no eran razones culturales sino territoriales, y no era la industria cárnica sino la del aperitivo, la de la guarrería embolsada. La persona encargada de tomar la decisión era de Palencia. Y de Palencia es también Facundo, que no es una persona sino una empresa, la que fabrica las pipas y chaskis queridos por todos. Facundo está representado en Bruselas por su Head of Public Affairs señor Facundo Gómez, que sin embargo no es de Palencia sino de Albacete y no tiene relación familiar con la empresa sino que se llama así porque sus padres eran grandes admiradores de Facundo Cabral, ilustre cantautor argentino (incidentalmente a Facundo Gómez se le conocen frecuentes disputas en Twitter con el tuitero Facu Díaz, pero esa es otra historia).
Me senté con Facundo esperando que nuestro común origen manchego me ayudara a acercar posiciones. Con un par de cervezas belgas, comenzamos a departir sobre las langostas, conviniendo en que por mucha sostenibilidad y mucho caramelizado que tengan, nunca podrán sustituir a unas gachas o unos gazpachos. Facundo me confesó que Facundo (S.A.) no ve con buenos ojos ninguna nueva competencia en el mundo de los aperitivos y que bastante tienen con haber tenido que tragar con los torreznos veganos. Intenté hacerle ver que España estaba sola en esto, que forzar la situación podía acabar saliendo mal para el país cuando necesitáramos un favor en otra ocasión. Además, ¿no había pensado Facundo, conocida como es por la innovación y creatividad, en ser los primeros en España en meterse de lleno en el mercado de los artropo-aperitivos y aprovechar eso que llaman el first mover advantage? Dijo que si me había vuelto loco, que si de verdad creía que en España eso podía triunfar. Triunfar tal vez no, pero ¿se ha pasado usted últimamente por Gracia o Malasaña? Si no les dan ustedes bichos a esos chicos, van a acabar comiendo cosas peores. Es verdad que la imagen de Facundo es tal vez un poco demasiado añeja para la juventud hípster española, pero siempre pueden ustedes montar un spin-off, con un buen branding, correctamente targeted. Si quieren hasta les pongo en contacto con mis clientes holandeses para que monten una joint venture. Después de mucho insistir, nos dimos la mano en plan escuela de negocios y Facundo me prometió consultarlo con el headquarters en Palencia.
Llegó el día de la decisión. El comité era naturalmente a puerta cerrada, así que pasé todo el día lanzando emails de acá para allá para no pensar en el asunto. A eso de las nueve de la noche me llegó un mensaje de Facundo, que al parecer estaba mejor informado. “Enhorabuena chaval, tus bichos han pasado”. La oficina estaba, como es natural a esas horas, repleta de gente, y sentí ganas de recorrer el pasillo chocando palmas y levantando aplausos. Sin embargo, me contenté con recostarme en mi silla giratoria, dar un trago de Coca-Cola y comer un buen puñado de ganchitos de langosta picantes.

Luis Tato, Spain, The Washington Post, World Press Photo
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